Stefan Zweig
Enviado por zadg • 28 de Agosto de 2013 • Ensayo • 1.600 Palabras (7 Páginas) • 376 Visitas
Stefan Zweig (1881-1942) poseyó de un modo excepcional el don del narrador, ese don consistente en saber arrancar de la más trivial y trillada historia, por poco original que resulte su punto de partida, una narración desbordante de belleza y de elegancia. En este sentido no resulta extraño que en su tiempo, y todavía hoy, Zweig gozara de la mayor reputación como biógrafo de los grandes protagonistas de la historia, entre ellos María Antonieta, Fouché, Erasmo, Dostoievsky o Montaigne: ciertamente, escarbar en la aridez de toda una vida (porque la vida es a menudo árida, incluso para los hombres ilustres) y encontrar, en su profundidad, los vestigios de la tragedia humana, la esencia de un destino particular e insalvable, es una empresa reservada a muy pocos escritores, y Zweig la supo cumplir mejor que nadie.
Con todo, conviene no dejar que, como ha pasado con demasiada frecuencia, su faceta de biógrafo nos oculte la originalísima voz que poseía como narrador, a la que debemos piezas tan rotundas y brillantes como Carta de una desconocida, la perfecta Novela de ajedrez o bien la que ahora nos ocupa, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, para citar solo algunos títulos de entre su extensa producción. Todas ellas son obras breves, casi cuentos, conducidas con una prosa austera y equilibrada, despojada de ornamentos superfluos o aditamentos innecesarios. El propio Zweig reconocía que esta forma de escribir respondía a un vicio que él mismo tenía como lector, a saber: la impaciencia. La necesidad de precipitarse desde la primera línea, como en un torbellino, hacia la última, de ser absorbido (pero sin efusiones románticas, a pesar de todo) por el juego de pasiones y pensamientos que recorren las páginas de un libro, era para Zweig una condición necesaria de la buena literatura, y él mismo supo dejarse guiar por ese instinto a la hora de escribir sus obras; y lo hizo, cabe decir, con muy buena fortuna.
Zweig nació el año 1881 en Viena, hijo de una acaudalada familia judía; judía, como él mismo decía, únicamente por una casualidad de nacimiento, por lo que la religión nunca jugaría un papel especialmente significativo en su vida. Pasó su infancia y su juventud, pues, rodeado de la crème intelectual de la Austria del cambio de siglo, en lo que él mismo denominaba, en sus memorias intituladas El mundo de ayer, la «Edad de Oro de la seguridad»: un mundo plenamente burgués, convencido de sí mismo y desapasionado; un mundo de hombres gruesos y de barba entrecana, donde el optimismo y el sueño de una Europa cosmopolita era todavía un ideal tangible. En aquella época, Zweig se doctoró en Filosofía por la Universidad de Viena, y se rodeó allí de la más exquisita vanguardia vienesa, en un ambiente cultural en plena efervescencia que difícilmente volverá a repetirse jamás.
Claro que entonces llegó la Gran Guerra, y con ella el fin del sueño burgués. En efecto, la Primera Guerra Mundial puso al descubierto los numerosos odios y rencillas ocultas bajo la epidermis de Europa a lo largo de generaciones, y que en pocos años estallaron en forma de nacionalismos acérrimos y políticas demagógicas, llevando el mundo hacia aquel abismo de horror que fue la primera mitad del S.XX (cuyas secuelas perduran, lamentablemente, todavía hoy). Durante la Gran Guerra, después de haber servido brevemente en el ejército austríaco, Zweig, convencido antibelicista gracias a la influencia de su amigo Romain Rolland, decidió exiliarse a Suiza, donde ejerció de corresponsal hasta el final de la guerra. El armisticio del 18 le permitió regresar a Austria, donde residió (salvo por sus numerosos viajes) hasta el ascenso del nazismo y las primeras persecuciones antisemitas, en 1934, momento en el que decidió emigrar a Londres. En 1941 se estableció definitivamente en Brazil, donde, persuadido de la victoria del nazismo y de lo que el sentía (sin equivocarse demasiado) como el fin de la gran cultura europea, se suicidó, junto a su segunda esposa, el 22 de febrero de 1942.
Evidentemente, la literatura de Zweig, como todo el arte judío (“arte depravado”, lo llamaban), había sido prohibida en la Alemania nazi. No obstante, incluso después de levantada la prohibición, la obra de Zweig fue quedando paulatinamente en un segundo plano, olvidada en muchos casos, y del notable éxito que logró en vida apenas quedó un destello. Por fortuna, en los últimos años parece que ha habido una progresiva recuperación de su trabajo y de su figura. En España, concretamente, Acantilado y otras editoriales están reeditando sus principales escritos con un empeño loable. Y lo realmente curioso es que la obra de Zweig resulta hoy mucho más actual de lo que jamás habríamos sospechado: toda ella emana, en efecto, un aura de tolerancia, de exquisitez y de elegancia que demuestran qué cumbres pudo alcanzar una vez
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