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Cazadores De Microbios


Enviado por   •  4 de Abril de 2014  •  6.683 Palabras (27 Páginas)  •  204 Visitas

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CAPITULO I

ANTONY LEEUWENHOEK

EL PRIMER CAZADOR DE MICROBIOS

I

Hace doscientos cincuenta años que un hombre humilde, llamado Leeuwenhoek,

se asomó por vez primera a un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de

diferentes especies de seres diminutos, algunos muy feroces y mortíferos, otros útiles

y benéficos, e, incluso, muchos cuyo hallazgo ha sido más importantísimo para la

Humanidad que el descubrimiento de cualquier continente o archipiélago.

Ahora, la vida de Leeuwenhoek es casi tan desconocida como lo eran en su

tiempo los fantásticamente diminutos animales y plantas que él descubrió. Esta es la

vida del primer cazador de microbios. Es la historia de la audacia y la tenacidad que le

caracterizaron a él, y que son atributos de aquellos que movidos por una infatigable

curiosidad exploran y penetran un mundo nuevo y maravilloso.

Estos cazadores, en su lucha por registrar este microcosmos no vacilan en jugarse

la vida. Sus aventuras están llenas de intentos fallidos, de errores y falsas

esperanzas. Algunos de ellos, los más osados, perecieron víctimas de los mortíferos

microorganismos que afanosamente estudiaban. Para muchos la gloria lograda por

sus esfuerzos fue vana o ínfima.

Hoy en día los hombres de ciencia constituyen un elemento prestigioso de la

sociedad, cuentan con laboratorios en todas las grandes ciudades y sus proezas llenan

las páginas de los diarios, a veces aún antes de convertirse en verdaderos logros. Un

estudiante medianamente capacitado tiene las puertas abiertas para especializarse en

cualquiera de las ramas de la ciencia y para ocupar con el tiempo una cátedra bien

remunerada en una acogedora y bien equipada universidad. Pero remontémonos a la

época de Leeuwenhoek, hace doscientos cincuenta años, e imaginémonos al joven

Leeuwenhoek, ávido de conocimientos, recién egresado del colegio y ante el dilema de

elegir carrera. En aquellos tiempos, si un muchacho convaleciente de paperas

preguntaba a su padre cuál era la causa de este mal, no cabe duda que el padre le

contestaba: «El enfermo está poseído por el espíritu maligno de las paperas». Esta

explicación distaba de ser convincente, pero debía aceptarse sin mayores

indagaciones, por temor a recibir una paliza o a ser arrojado de casa por el

atrevimiento de poner en tela de juicio la ciencia paterna. El padre era la autoridad.

Así era el mundo hace doscientos cincuenta años, cuando nació Leeuwenhoek. El

hombre apenas había empezado a sacudirse las supersticiones más obscuras,

avergonzándose de su ignorancia. Era aquel un mundo en el que la ciencia ensayaba

sus primeros pasos; la ciencia, que no es otra cosa sino el intento de encontrar la

verdad mediante la observación cuidadosa y el razonamiento claro. Aquel mundo

mandó a la hoguera a Servet por el abominable pecado de disecar un cuerpo humano,

y condenó a Galileo a cadena perpetua por haber osado demostrar que la Tierra

giraba alrededor del Sol.

Antonio van Leeuwenhoek nació en 1632, entre los azules molinos de viento, las

pequeñas calles y los amplios canales de Delft, Holanda. Descendía de una honorable

familia de fabricantes de cestos y de cerveza, ocupaciones muy respetadas aún en la

Holanda de hoy. El padre de Antonio murió joven; la madre envió al niño a la escuela

para que estudiara la carrera de funcionario público; pero a los 16 años arrumbó los

libros y entró de aprendiz en una tienda de Amsterdam. Esta fue su universidad.

Imaginemos a un estudiante de ciencias moderno adquiriendo conocimientos

científicos entre piezas de tela, escuchando durante seis años el tintineo de la

campanilla del cajón del dinero, y teniendo que mostrarse siempre amable con la

larga fila de comadres holandesas que regateaban hasta el último centavo en forma

desesperante. Pues bien, ¡durante seis años, esta fue su universidad!.

A los 21 años, Leeuwenhoek abandonó la tienda y regresó a Delft; se casó y abrió

su propia tienda de telas. En los veinte años que sucedieron se sabe muy poco de él,

salvo que se casó en segundas nupcias y tuvo varios hijos, que murieron casi todos de

tierna edad. Seguramente fue en ese período cuando le nombraron conserje del

Ayuntamiento de Delft y le vino la extraña afición de tallar lentes. Había oído decir

que fabricando lentes de un trozo de cristal transparente, se podían ver con ellas las

cosas de mucho mayor tamaño que lo que aparecen a simple vista. Poco sabemos de

la vida de Leeuwenhoek entre sus 20 y 40 años, pero es indudable que por esos

entonces se le consideraba un hombre ignorante; no sabía hablar más que holandés,

lengua despreciada por el mundo culto que la consideraba propia de tenderos,

pescadores y braceros. En aquel tiempo, las personas cultas se expresaban en latín,

pero Leeuwenhoek no sabía ni leerlo. La Biblia, en holandés, era su único libro. Con

todo, su ignorancia lo favoreció, porque aislado de toda la palabrería docta de su

tiempo no tuvo más guía que sus propios ojos, sus personales reflexiones y su

exclusivo criterio. Sistema nada difícil para él, pues nunca hubo hombre más terco

que nuestro Antonio Leeuwenhoek.

¡Qué divertido sería ver las cosas aumentadas a través de una lente! Pero,

¿comprar lentes? ¿Leeuwenhoek? ¡Nunca! Jamás se vio hombre más desconfiado.

¿Comprar lentes? No, ¡él mismo las fabricaría!.

Visitando las tiendas de óptica aprendió los rudimentos necesarios para tallar

lentes; frecuentó el trato con alquimistas y boticarios, de los que observó sus

métodos secretos para obtener metales de los minerales, y empezó a iniciarse en el

arte de los orfebres. Era un hombre de lo más quisquilloso; no le bastaba con que sus

lentes igualaran a las mejor trabajadas en Holanda, sino que tenía que superarlas; y

aun luego de conseguirlo se pasaba horas y horas dándoles una y mil vueltas.

Después montó sus lentes en marcos oblongos de oro, plata o cobre que el mismo

había extraído de los minerales, entre fogatas, humos y extraños olores. Hoy en día,

por una módica suma, los investigadores pueden adquirir un reluciente microscopio;

hacen girar el tornillo micrométrico y se aprestan a observar, sin que muchos de ellos

sepan siquiera ni se

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