Charlote Lamb
Enviado por sofiasanvel • 12 de Octubre de 2013 • 1.056 Palabras (5 Páginas) • 209 Visitas
De regreso a su oficina, Judith caminó por Central Park. Llegaría tarde, pero no quiso apresurar el paso; aún corría por sus venas el vino tinto con el que había acompañado el almuerzo. Era una tarde de otoño y Nueva York resplandecía con trémula luz. Ella miraba las hojas doradas, onduladas y crujientes, agitadas por el viento que en ocasiones arrancaba una y la ponía en el camino, donde los enamorados se sientan en las bancas a contemplarse y los hombres de la ciudad, vestidos con traje formal, comen emparedados con rapidez y arrojan migajas a las palomas. Pronto, los árboles estarían desnudos, la nieve flotaría por todo Manhattan y Judith tendría que escurrirse de su oficina al metro sin echar una mirada al parque, por lo que pensó en disfrutarlo mientras le fuera posible.
Cuando llegó al edificio Schewitz y Quayle miró su reloj: se había retrasado media hora. Bueno, John no diría nada, regularmente era muy puntual. Sacó su tarjeta de identificación para mostrarla al portero que la saludaba en el recibidor.
—Ya sé quién es, señorita Murry —la saludó con una sonrisa.
—Puedo traer una bomba en mi bolso de mano —dijo bromeando.
—No puedo imaginármela volando este viejo edificio —contestó él, mirando a su alrededor.
—¿No?
Ella se dirigió al ascensor antes de que el portero respondiera. Llegó al cuarto piso esperando el silencio usual, pero, solo dio unos pasos hacia su oficina cuando se detuvo incrédula. ¿Qué estaba pasando en la sala de conferencias? Alguien gritaba, no podía creerlo. Una de las reglas no escritas del banco, era que las voces debían mantenerse bajas; si caías en bancarrota tendrías que ir a lamentarte en casa.
Se detuvo frente a la enorme puerta de la sala, sintiéndose como una sirvienta que espía por la cerradura. Escuchó una mano que golpeaba la larga y pulida mesa:
—Consíganlo y háganlo bien. Si no lo logran, borraré las sonrisas de sus rostros.
La puerta se abrió y Judith apenas tuvo tiempo de apartarse. Un hombre salió tan aprisa que casi la derriba; se detuvo un instante para mirarla con sus ojos grises y fríos, luego gritó a los hombres que salían presurosos detrás de él:
—Hasta con los muebles de oficina se tropieza uno aquí.
Luego continuó la marcha, seguido por un puñado de hombres de trajes de elegante corte que corrían tras él como ovejas asustadas. Ella no los conocía, como tampoco a su jefe.
¡Mueble de oficina! ¡Qué encantador! ¿Quién diablos era? Miró dentro de la sala y vio a los ejecutivos en completo silencio, sentados alrededor de la mesa. Ella solo pudo echar una mirada al hombre de los ojos grises que había desaparecido en el ascensor, pero se quedó con una indeleble sensación de estatura y energía y por eso no se sorprendió cuando vio las caras alarmadas de los hombres que lo seguían.
—Judith. ¿Dónde has estado?
—Lo siento, tardaron mucho en servirme el almuerzo —le sonrió a su jefe.
—¿Te dieron algo para acompañar el almuerzo? —preguntó él mientras iban hacia la oficina de Judith.
—El Wiener Schnitzel estuvo exquisito, lo sirvieron con un buen Riesling…
—A veces, no sé de qué estás hablando.
—No te preocupes; a veces, ni yo sé de qué estoy hablando. John, ¿quién
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