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El Alquimista


Enviado por   •  27 de Mayo de 2013  •  2.010 Palabras (9 Páginas)  •  257 Visitas

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Yendo ellos por el camino entraron en cierto pueblo. Y una mujer,

llamada Marta, los hospedó en su casa.

Tenía ella una hermana, llamada María, que se sentó a los pies del

Señor y permaneció allí escuchando sus enseñanzas.

Marta se agitaba de un lado a otro, ocupada en muchas tareas.

Entonces se aproximó a Jesús y le dijo:

-¡Señor! ¿No te importa que yo esté sirviendo sola? ¡Ordena a mi

hermana que venga a ayudarme!

Respondióle el Señor:

-¡Marta, Marta! Andas inquieta y te preocupas con muchas cosas.

María, en cambio, escogió la mejor parte, y ésta no le será arrebata-

da.

L UCAS , 10, 38-42PREFACIO

Es importante advertir que El Alquimista es un libro simbólico, a

diferencia de El Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue

un trabajo descriptivo.

Durante once años de mi vida estudié Alquimia. La simple idea de

transformar metales en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya

era suficientemente fascinante como para atraer a cualquiera que se

iniciara en Magia. Confieso que el Elixir de la Larga Vida me seducía

más, pues antes de entender y sentir la presencia de Dios, el pensa-

miento de que todo se acabaría un día me desesperaba. De manera que,

al enterarme de la posibilidad de conseguir un líquido capaz de

prolongar muchos años mi existencia, resolví dedicarme en cuerpo y

alma a su fabricación.

Era una época de grandes cambios sociales (el comienzo de los años

setenta) y en Brasil no se encontraban aún publicaciones serias sobre

Alquimia. Al igual que uno de los personajes del libro, comencé a

gastar el poco dinero que tenía en la compra de libros importados y

dedicaba muchas horas diarias al estudio de su complicada simbología.

Intenté ponerme en contacto con dos o tres personas en Río de

Janeiro que se dedicaban seriamente a la Gran Obra, y rehusaron

recibirme. Conocí también a muchas otras que se decían alquimistas,

poseían sus laboratorios y prometían enseñarme los secretos del Arte

a cambio de verdaderas fortunas; hoy me doy cuenta de que en

realidad no sabían nada de lo que pretendían enseñarme.

A pesar de toda mi dedicación, los resultados eran absolutamente

nulos. No sucedía nada de lo que los manuales de Alquimia afirmaban

en su complicado lenguaje. Era un sinfín de símbolos, dragones,

leones, soles, lunas y mercurios, y yo siempre tenía la impresión de

hallarme en el camino equivocado, porque el lenguaje simbólico

permite un gigantesco margen de error. En 1973, ya desesperado por la

falta de progresos, cometí una suprema irresponsabilidad. En aquella

época yo estaba contratado por la Secretaría de Educación del Mato

Ï 9 ÏGrosso para dar clases de teatro en dicho estado, y decidí utilizar a mis

alumnos en laboratorios teatrales cuyo tema era la Tabla de la

Esmeralda. Esta actitud, unida a algunas incursiones mías en las áreas

pantanosas de la Magia, hizo que al año siguiente yo pudiera sentir en

mi propia carne la verdad del proverbio: «El que la hace la paga.» Todo

a mi alrededor se derrumbó por completo.

Pasé los siguientes seis años de mi vida en una actitud bastante

escéptica en relación a todo lo que tuviese que ver con el área mística.

En este exilio espiritual aprendí muchas cosas importantes: que sólo

aceptamos una verdad cuando previamente la negamos desde el fondo

del alma; que no debemos huir de nuestro propio destino, y que la

mano de Dios es infinitamente generosa, a pesar de Su rigor.

En 1981 conocía RAM, mi Maestro, que me reconduciría al camino

que estaba trazado para mí. Y mientras él me entrenaba en sus

enseñanzas, volví a estudiar Alquimia por cuenta propia. Cierta

noche, mientras conversábamos después de una extenuante sesión de

telepatía, pregunté por qué el lenguaje de los alquimistas era tan vago

y complicado.

-Existen tres tipos de alquimistas -dijo mi Maestro-. Aquellos que

son imprecisos porque no saben de lo que están hablando; aquellos

que lo son porque saben de lo que están hablando, pero también saben

que el lenguaje de la Alquimia es un lenguaje dirigido al corazón y no

a la razón.

-¿Y cuál es el tercer tipo? pregunté.

-Aquellos que jamás oyeron hablar de Alquimia pero que consi-

guieron, a través de sus vidas, descubrir la Piedra Filosofal.

Y de este modo, mi Maestro (que pertenecía al segundo tipo)

decidió darme clases de Alquimia. Descubrí entonces que el lenguaje

simbólico que tanto me irritaba y desorientaba era la única manera de

alcanzar el Alma del Mundo, o lo que Jung llamó el «inconsciente

colectivo». Descubrí la Leyenda Personal y las Señales de Dios,

verdades que mi raciocinio intelectual se negaba a aceptar a causa de

su simplicidad. Descubrí que alcanzar la Gran Obra no es tarea de

unos pocos, sino de todos los seres humanos de la faz de la Tierra. Es

evidente que la Gran Obra no siempre viene bajo la forma de un

huevo o de un frasco con líquido, pero todos nosotros podemos -sin

lugar a dudas- sumergirnos en el Alma del Mundo.

Por eso El Alquimista es también un texto simbólico. En el decurso

de sus páginas, además de transmitir todo lo que aprendí al respecto,

Ï 10 Ïprocuro rendir homenaje a grandes escritores que consiguieron

alcanzar el Lenguaje Universal: Hemingway, Blake, Borges (que

también utilizó la historia persa para uno de sus cuentos) y Malba

Tahan, entre otros.

Para completar este extenso prefacio e ilustrar lo que mi Maestro

quería decir con lo del tercer tipo de alquimistas, vale la pena recordar

una historia que él mismo me contó en su laboratorio.

Nuestra Señora, con el Niño Jesús en sus brazos, decidió bajar a la

Tierra y visitar un monasterio. Orgullosos, todos los sacerdotes

formaron una larga fila, y uno a uno se acercaban a la Virgen para

rendirle homenaje. Uno declamó bellos poemas, otro mostró las

iluminaciones que había realizado para la Biblia, un tercero recitó los

nombres de todos los santos. Y así sucesivamente, monje tras monje,

fueron venerando a Nuestra Señora y al Niño Jesús.

En el último lugar de la fila había un monje, el más humilde del

convento, que nunca

...

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