El Hablador
Enviado por martin_0310 • 11 de Febrero de 2014 • 2.800 Palabras (12 Páginas) • 286 Visitas
–Se aprovecha de ellos, por supuesto. Pero, al menos, no los desprecia. Conoce su
cultura a fondo y se enorgullece de ella. Y cuando otros quieren atropellarlos, los defiende.
En las anécdotas que me refería, el entusiasmo de Saúl dotaba al episodio más trivial
–la roza de un monte o la pesca de una gamitana– de contornos heroicos. Pero era sobre
todo el mundo indígena, con sus prácticas elementales y su vida frugal, su animismo y su
magia, lo que parecía haberlo hechizado. Ahora sé que aquellos indios, cuya lengua había
empezado a aprender con ayuda de los alumnos indígenas de la Misión Dominicana de Quillabamba
–una vez me cantó una triste y reiterativa canción incomprensible, acompañándose
con el ritmo de una calabaza llena de semillas–, eran los machiguengas. Ahora sé que
aquellos carteles con dibujitos, mostrando los peligros de pescar con dinamita, que vi apilados
en su casa de Breña, los había hecho para repartírselos a los blancos y mestizos del
Alto Urubamba –los hijos, nietos, sobrinos, bastardos y entenados de Fidel Pereira– con la
intención de proteger las especies que alimentaban a esos mismos indios que, un cuarto de
siglo más tarde, fotografiaría el ahora difunto Gabriele Malfatti.
Visto con la perspectiva del tiempo, sabiendo lo que le ocurrió después –he pensado
mucho en esto– puedo decir que Saúl experimentó una conversión. En un sentido cultural y
acaso también religioso. Es la única experiencia concreta que me ha tocado observar de
cerca que parecía dar sentido, materializar, eso que los religiosos del colegio donde estudié
querían decirnos en las clases de catecismo con expresiones como «recibir la gracia», «ser
tocado por la gracia», «caer en las celadas de la gracia». Desde el primer contacto que tuvo
con la Amazonía, Mascarita fue atrapado en una emboscada espiritual que hizo de él una
persona distinta. No sólo porque se desinteresó del Derecho y se matriculó en Etnología y
por la nueva orientación de sus lecturas, en las que, salvo Gregorio Samsa, no sobrevivió
personaje literario alguno, sino porque, desde entonces, comenzó a preocuparse, a obsesionarse,
con dos asuntos que en los años siguientes serían su único tema de conversación:
el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedaban.
–Te has vuelto un temático, Mascarita. Ya no se puede hablar contigo de otra cosa.
–Pucha, es cierto, mi viejo, no te he dejado abrir la boca. Discurséame un rato, si te
provoca, de Tolstoi, la lucha de clases o las novelas de caballerías.
–¿No exageras un poco, Saúl?
–No, compadre, más bien me quedo corto. Te lo juro. Lo que se está haciendo en la
Amazonía es un crimen. No tiene justificación, por donde le des vuelta. Créeme, hombre, no
te rías. Ponte en el caso de ellos, aunque sea un segundo. ¿Adónde se pueden seguir yendo?
Los empujan de sus tierras desde hace siglos, los echan cada vez más adentro, más
adentro. Lo extraordinario es que, a pesar de tantas calamidades, no hayan desaparecido.
Ahí están siempre, resistiendo. ¿No es para quitarse el sombrero? Caracho, ya me solté otra
vez. Hablemos de Sartre, anda. Lo que me subleva es que a nadie le importa un pito lo que
está pasando allá.
¿Por qué le importaba a él tanto? No por razones políticas, en todo caso. A Mascarita
la política le resultaba la cosa menos interesante del mundo. Cuando hablábamos de política,
me daba cuenta que él se forzaba a hacerlo para darme gusto, pues yo, en esa época,
tenía entusiasmos revolucionarios y me había dado por leer a Marx y hablar de las relaciones
sociales de producción. A Saúl esos asuntos le aburrían tanto como los sermones del
rabino. Y acaso tampoco fuera exacto decir que aquellos temas le interesaban por una razón
ética general, por lo que la condición de los indígenas de la selva reflejaba sobre las
iniquidades sociales de nuestro país, pues Saúl no reaccionaba del mismo modo ante otras
injusticias que tenía al frente, acaso ni siquiera las advertía. La situación de los indios de los
Andes, por ejemplo –que eran varios millones en vez de los pocos miles de la Amazonía–, o
cómo remuneraban y trataban los peruanos de las clases media y alta a sus sirvientes.
No, era sólo aquella específica manifestación de inconsciencia, irresponsabilidad y
crueldad humanas, la que se abatía sobre los hombres y los árboles, los animales y los ríos
de la selva, la que, por una razón que entonces me era difícil comprender (acaso a él también)
transformó a Saúl Zuratas, quitándole de la cabeza toda otra inquietud y tornándolo un
hombre de ideas fijas. Al extremo de que si no hubiera sido tan buena persona, tan generoEl
Hablador Mario Vargas Llosa
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so y servicial, probablemente hubiera dejado de frecuentarlo. Porque lo cierto es que se volvió
monótono.
A veces, para ver hasta dónde podía llevarlo «el tema», yo lo provocaba. ¿Qué proponía,
a fin de cuentas? ¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus
que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar
la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales
de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos
siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al
boa constrictor? ¿Debíamos ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de
la región para que los etnólogos del mundo se deleitaran estudiando en vivo el potlach, las
relaciones de parentesco, los ritos de la pubertad, del matrimonio, de la muerte, que aquellas
curiosidades humanas venían practicando, casi sin evolución, desde hacía cientos de
años? No, Mascarita, el país tenía que desarrollarse. ¿No había dicho Marx que el progreso
vendría chorreando sangre? Por triste que fuera, había que aceptarlo. No teníamos alternativa.
Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones de peruanos,
era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y
volverse mestizos –o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse–, pues, qué
remedio.
Mascarita no
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