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Apologia De Socrates


Enviado por   •  23 de Diciembre de 2011  •  8.289 Palabras (34 Páginas)  •  709 Visitas

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soy yo, haciéndome comparecer ante un tribunal para acusarme. Vamos, pues, diles de una vez quién es el que los hace mejores. Veo, Meletos, que sigues callado y no sabes qué decir. ¿No es esto vergonzoso y una prueba suficiente de que a ti jamás te han inquietado estos problemas? Pero vamos, hombre, dinos de una vez quién los hace mejores o peores.

-Las leyes.

-Pero, si no es eso lo que te pregunto, amigo mío, sino cuál es el hombre, sea quien sea, pues se da por supuesto que las leyes ya se conocen.

-Ah sí, Sócrates, ya lo tengo. Ésos son los jueces.

-¿He oído bien, Meletos? ¿Qué quieres decir? ¿Que estos hombres son capaces de educar a los jóvenes y hacerlos mejores?

-Ni más ni menos.

-¿Y cómo? ¿Todos? ¿O unos sí y otros no?

-Todos, sin excepción.

-¡Por Hera!, que te expresas de maravilla. ¡Qué grande es el número de los benefactores, que según tú sirven para este menester...! Y el público aquí asistente, ¿también hace mejores o peores a nuestros jóvenes?

-También.

-¿Y los miembros del Consejo?

-Ésos también.

-Veamos, aclárame una cosa: ¿serán entonces, Meletos, los que se reúnen en asamblea, los asambleístas, los que corrompen a los jóvenes? ¿O también ellos, en su totalidad, los hacen mejores?

-Es evidente que sí.

-Parece, pues, evidente que todos los atenienses contribuyen a hacer mejores a nuestros jóvenes. Bueno; todos, menos uno, que soy yo, el único que corrompe a nuestra juventud. ¿Es eso lo que quieres decir?

-Sin lugar a dudas.

-Grave es mi desdicha, si ésa es la verdad. ¿Crees que sería lo mismo si se tratara de domar caballos y que todo el mundo, menos uno, fuera capaz de domesticarlos y que uno sólo fuera capaz de echarlos a perder? O, más bien, ¿no es todo lo contrario? ¿Que uno sólo es capaz de mejorarlos, o muy pocos, y que la mayoría, en cuanto los montan, pronto los envician? ¿No funciona así, Meletos, en los caballos y en el resto de los animales? Sin ninguna duda, estéis o no estéis de acuerdo, Anitos y tú. ¡Qué buena suerte la de los jóvenes si sólo uno pudiera corromperlos y el resto ayudarles a ser mejores! Pero la realidad es muy otra. Y se ve demasiado que jamás te han preocupado tales cuestiones y que son otras las que han motivado que me hicieras comparecer ante este Tribunal. Pero, ¡por Zeus!, dinos todavía: ¿qué vale más, vivir entre ciudadanos honrados o entre malvados? Ea, hombre, responde, que tampoco te pregunto nada del otro mundo. ¿Verdad que los malvados son una amenaza y que pueden acarrear algún mal, hoy o mañana, a los que conviven con ellos?

-Sin lugar a duda.

-¿Existe algún hombre que prefiera ser perjudicado por sus vecinos, o todos prefieren ser favorecidos? Sigue respondiendo, honrado Meletos, porque, además, la ley te exige que contestes: ¿hay alguien que prefiera ser dañado?

-No, desde luego.

El daño hecho ¿fue voluntario o involuntario?

-Veamos pues: me has traído hasta aquí con la acusación de que corrompo a los jóvenes y de que los hago peores. Y esto, ¿ lo hago voluntaria o involuntariamente?

-Muy a sabiendas de lo que haces, sin lugar a duda.

-Y tú, Meletos, que aún eres tan joven, ¿me superas en experiencia y sabiduría hasta el punto de haberte dado cuenta de que los malvados producen siempre algún perjuicio a las personas que tratan, y los buenos, algún bien? ¿Y me consideras en tal grado de ignorancia, que no sepa si convierto en malvado a alguien de los que trato diariamente, corriendo el riesgo de recibir a la par algún mal de su parte, y que incluso haga este daño tan grande de forma intencionada?

Esto, Meletos, a mí no me lo haces creer y no creo que encuentres quien se lo trague: yo no soy el que corrompe a los jóvenes y, en caso de serlo, sería involuntariamente y, por tanto, en ambos casos, te equivocas o mientes.

Y si se probara que yo los corrompo, desde luego tendría que concederse que lo hago de manera involuntaria. Y en este caso, la ley ordena advertir al presunto autor en privado, instruirle y amonestarle, y no, de buenas a primeras, llevarle directamente al Tribunal. Pues es evidente, que una vez advertido y entrado en razón, dejaría de hacer aquello que inconscientemente dicen que estaba haciendo... Pero tú has rehuido siempre el encontrarte conmigo, aunque fuera sólo para conversar o para corregirme, y has optado por traerme directamente aquí, que es donde debe traerse a quienes merecen un castigo y no a los que te agradecerían una corrección. Es evidente, Meletos, que no te han importado ni mucho ni poco estos problemas que dices te preocupan.

¿Existen los dioses?

Aclaremos algo más: explícanos cómo corrompo a los jóvenes. ¿No es -si seguimos el acta de la denuncia- enseñando a no honrar a los dioses que la ciudad venera y sustituyéndolos por otras divinidades nuevas? ¿Será, por esto, por lo que los corrompo?

-Precisamente eso es lo que afirmo.

-Entonces, y por esos mismos dioses de los que estamos hablando, explícate con claridad ante esos jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo de comprender. O yo enseño a creer que existen algunos dioses y, en este caso, en modo alguno soy ateo ni delinco, o bien dices que no creo en los dioses del Estado, sino en otros diferentes, y por eso me acusas o, más bien, sostienes que no creo en ningún dios y que, además, estas ideas las inculco a los demás.

-Eso mismo digo: que tú no aceptas ninguna clase de dioses. [3]

-Ah, sorprendente Meletos, ¿para qué dices semejantes extravagancias? ¿O es que no considero dioses al Sol y la Luna, como creen el resto de los hombres?

-¡Por Zeus! Sabed, oh jueces, lo que dice: el Sol es una piedra y la Luna es tierra.

-¿Te crees que estás acusando a Anaxágoras, mi buen Meletos? ¿O desprecias a los presentes hasta el punto de considerarlos tan poco eruditos que ignoren los libros de Anaxágoras el Clazomenio, llenos de tales teorías? Y, más aún, ¿los jóvenes van a perder el tiempo escuchando de mi boca lo que pueden aprender por menos de un dracma, comprándose estas obras en cualquiera de las tiendas que hay junto a la orquesta y poder reírse después de Sócrates si éste pretendiera presentar como propias estas afirmaciones, sobre todo y, además, siendo tan desatinadas? Pero, ¡por Júpiter!, ¿tal impresión te he causado que crees que yo no admito los dioses, absolutamente ningún dios?

-Sí, ¡Y también, por Zeus!: tú no crees en dios alguno.

-Increíble cosa la que dices, Meletos. Tan increíble que ni tu mismo acabas de creértela. Me estoy convenciendo, atenienses, de que este hombre es un insolente y un temerario y que en un arrebato de intemperancia, propio de su juvenil irreflexión,

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