Encarnacion
Enviado por kahalos • 2 de Febrero de 2014 • 6.946 Palabras (28 Páginas) • 271 Visitas
Encarnación +
Michel Henry *
Si en la carne sufrimos, sentimos y, en definitiva, somos en cuanto personas singulares, nuestro “ser carne” se revela como camino privilegiado para conocernos. El Prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1, 1-18) contiene una de las afirmaciones más atrevidas y sorprendentes del mensaje cristiano: “El Verbo se hizo carne”. Partiendo de esta tesis en la que se afirma que la carne de Cristo es semejante a la nuestra y que el hombre es “carne”, Michel Henry constata que, sorprendentemente, ha sido Cristo donde se ha realizado la unión perfecta ente la carne y el verbo.
El filósofo francés indaga de nuevo en la entraña cristiana tratando de esclarecer lo que todo hombre es. En el fondo estamos ante una magnífica relectura crítica de la tradición fenomenológica –de Edmund Husserl a Merleau-Ponty- a la luz de uno de los dogmas esenciales del cristianismo.
Encarnación y revelación
El término encarnación designa en primer lugar la condición de un ser que posee un cuerpo o una carne, como la palabra indica con más precisión. Cuerpo o carne, ¿son, por tanto, la misma cosa? Como toda cuestión fundamental, la del cuerpo –o la de la carne- remite a un fundamento fenomenológico que sólo se puede dilucidar a partir de él. Por fundamento fenomenológico conviene entender el aparecer puro que se presupone en todo lo que aparece. Es este aparecer puro el que en primer lugar debe aparecer, si alguna cosa es a su vez susceptible de aparecer, de mostrarse a nosotros. La fenomenología no es la “ciencia de los fenómenos”, sino de su esencia, de lo que permite que cada vez un fenómeno sea un fenómeno. Ciencia no de los fenómenos sino de su fenomenalidad pura considerada como tal, en una palabra, de ese aparecer del que hablamos. Hay otras palabras susceptibles de expresar ese tema propio de la fenomenología que la distingue de todas las demás ciencias: postración, desvelación, manifestación pura, revelación pura, o incluso, si se toma en su sentido absolutamente original, verdad. No deja de tener interés observar que estas palabras clave de la fenomenología son también en muchos aspectos las de la religión y, por tanto, de la teología.
Existen dos modos fundamentales del aparecer –dos modos diferentes y decisivos, según los cuales se fenomenaliza la fenomenología: el aparecer del mundo y el aparecer de la vida.
En el mundo, toda cosa se nos muestra fuera de nosotros, por tanto, como exterior, como otra, como diferente. Estas propiedades de la cosa –del ente- no se refieren a la cosa misma. Únicamente porque ella se muestra en el mundo es por lo que se presenta a nosotros bajo este aspecto. Puesto que el mundo comprendido en su aparecer puro consiste en una exterioridad primordial en un “fuera de sí”, como tal, por ello, todo lo que se muestra en él se encuentra ya desde ahora en adelante arrojado al exterior, dándose ante nosotros fuera de nosotros, a título de “objeto” o de “frente a”. Esta cosa que sólo debe al aparecer del mundo el aparecerse a nosotros como exterior, con todas las propiedades que se derivan de esta exterioridad, es principalmente el cuerpo y, por consiguiente, nuestro propio cuerpo. No es posible una cosa cualquiera como un cuerpo si no es en un “mundo”: todo cuerpo es un “cuerpo exterior”. El mundo, considerado no ya de modo ingenuo como la suma de cosas o de seres, como el conjunto de los “cuerpos”, sino como de modo de su “aparecer”, se ilumina en la apertura de este horizonte de exterioridad pura que Martin Heidegger llama también un “Ek-stasis”. De tal modo que es la llegada al afuera de este Afuera la que produce el espacio de luz en el que se hace visible para nosotros todo lo que somos capaces de ver, ya sea una visión sensible o inteligible.
En la vida, no existe la diferencia entre el aparecer y aquello a lo que da lugar el aparecer, entre la fenomenalidad pura y el fenómeno. La condición para que se produzca esta identificación insólita de la fenomenalidad y del fenómeno es que la vida sea entendida en su sentido propio, no como una “cosa”, es decir, según la biología moderna, como un conjunto de procesos materiales inertes [1], sino precisamente como fenomenológica de parte a parte, como fenomenalidad pura y, más todavía, haciendo posible cualquier otra forma de fenomenalidad. Solamente, aunque le dé su fundamento, el modo de fenomenalización de la vida difiere fundamentalmente del mundo. Para evitar cualquier equívoco, lo vamos a designar bajo el título de revelación.
He aquí cómo la revelación propia de la vida se opone punto por punto al aparecer del mundo. Mientras este último desvela en el “fuera de sí” –de modo que todo lo que desvela es exterior-, el rasgo decisivo de la revelación de la vida es que ella, que no lleva en sí ninguna separación, no difiere nunca de sí, jamás revela otra cosa que ella misma. La vida se revela. La vida es auto-revelación. Por otro lado, la vida es la que realiza la obra de la revelación, es todo menos una entidad ciega. Por otra parte, lo que revela es ella misma. De ese modo la revelación de la vida y lo que ella revela no son sino una cosa.
La carne, prueba de la vida
Esta situación extraordinaria se encuentra en todas partes donde hay vida, en su modalidad más simple: la impresión. Consideramos una impresión de dolor. Dado que en la aprehensión ordinaria, un dolor se entiende en primer lugar como un “dolor físico”, referido a una parte del cuerpo real (dolor de cabeza, estómago, etc.), practiquemos sobre ella la reducción que sólo retiene de la misma su carácter impresional puro, lo “doloroso como tal”, el elemento puramente afectivo de sufrimiento en el que consiste. Este sufrimiento puro “se revela en sí mismo”, lo que quiere decir que sólo el sufrimiento nos permite saber lo que es el sufrimiento y, por otra parte, que lo que se revela en esta revelación que es el hecho del sufrimiento, es él mismo. Que en esta auto-revelación del sufrimiento, el “fuera de sí” del mundo está ausente, se lo reconoce en que ninguna distancia separa el sufrimiento de sí mismo y que arrinconado en sí mismo, agobiado bajo su propio peso, es incapaz de establecer respecto a sí cualquier retroceso, una dimensión de huida gracias a la cual sería posible escapar de sí y de lo que su ser tiene de opresor. Cuando todo lo que aleja el sufrimiento
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