Fredrich Nietzche
Enviado por mallidell • 21 de Agosto de 2011 • 11.194 Palabras (45 Páginas) • 725 Visitas
LA REINA DEL SUR
Arturo Pérez-Reverte
0. Introducción
1- Me caí de la nube en que andaba.
2. Dicen que lo vio la ley, pero que sintieron frío.
3. Cuando los años pasen.
4. Vámonos donde nadie nos juzgue.
5. Lo que sembré allá en la sierra.
6. Me estoy jugando la vida, me estoy jugando la suerte.
7. Me marcaron con el Siete.
8. Pacas de a kilo.
9. También las mujeres pueden.
10. Estoy en el rincón de una cantina.
11. Yo no sé matar, pero voy a aprender.
12. Qué tal si te compro.
13. En dos y trescientos metros levanto las avionetas.
14. Y van a sobrar sombreros.
15. Amigos tengo en mi tierra, los que dicen que me quieren.
16. Carga ladeada.
17. La mitad de mi copa dejé servida.
18. Epílogo
0.
Introducción
Sonó el teléfono y supo que la iban a matar. Lo supo con tanta certeza que se quedó inmóvil, la cuchilla en alto, el cabello pegado a la cara entre el vapor del agua caliente que goteaba en los azulejos. Bip-bip. Se quedó muy quieta, conteniendo el aliento como si la inmovilidad o el silencio pudieran cambiar el curso de lo que ya había ocurrido. Bip-bip. Estaba en la bañera, depilándose la pierna derecha, el agua jabonosa por la cintura, y su piel desnuda se erizó igual que si acabara de reventar el grifo del agua fría. Bip-bip. En el estéreo del dormitorio, los Tigres del Norte cantaban historias de Camelia la Tejana. La traición y el contrabando, decían, son cosas incompartidas. Siempre temió que tales canciones fueran presagios, y de pronto eran realidad oscura y amenaza. El Güero se había burlado de eso; pero aquel sonido le daba la razón a ella y se la quitaba al Güero. Le quitaba la razón y varias cosas más. Bip-bip. Soltó la rasuradora, salió despacio de la bañera, y fue dejando rastros de agua hasta el dormitorio. El teléfono estaba sobre la colcha, pequeño, negro y siniestro. Lo miró sin tocarlo. Bip-bip. Aterrada. Bip-bip. Su zumbido iba mezclándose con las palabras de la canción, como si formase parte de ella. Porque los contrabandistas, seguían diciendo los Tigres, ésos no perdonan nada. El Güero había usado las mismas palabras, riendo como solía hacerlo, mientras le acariciaba la nuca y le tiraba el teléfono encima de la falda. Si alguna vez suena, es que me habré muerto. Entonces, corre. Cuanto puedas, prietita. Corre y no pares, porque ya no estaré allí para ayudarte. Y si llegas viva a donde sea, échate un tequila en mi memoria. Por los buenos ratos, mi chula. Por los buenos ratos. Así de irresponsable y valiente era el Güero Dávila. El virtuoso de la Cessna. El rey de la pista corta, lo llamaban los amigos y también don Epifanio Vargas: capaz de levantar avionetas en trescientos metros, con sus pacas de perico y de borrego sin garrapatas, y volar a ras del agua en noches negras, frontera arriba y frontera abajo, eludiendo los radares de la Federal y a los buitres de la DEA. Capaz también de vivir en el filo de la navaja, jugando sus propias cartas a espaldas de los jefes. Y capaz de perder.
El agua que le caía del cuerpo formaba un charco a sus pies. Seguía sonando el teléfono, y supo que no era necesario responder a la llamada y confirmar que al Güero se le había acabado la suerte. Aquello bastaba para seguir sus instrucciones y salir corriendo; pero no es fácil aceptar que un simple bip-bip cambie de golpe el rumbo de una vida. Así que al fin agarró el teléfono y oprimió el botón, escuchando.
-«Quebraron al Güero, Teresa.».
No reconoció la voz. El Güero tenía amigos y algunos eran fieles, obligados por el código de los tiempos en que pasaban mota y paquetes de la fina en llantas de coches por El Paso, camino de la Unión Americana. Podía ser cualquiera de ellos: tal vez el Neto Rosas, o Ramiro Vázquez. No reconoció al que llamaba ni pinche falta que le hacía, porque el mensaje estaba claro. Quebraron al Güero, repitió la voz. Lo bajaron, y también a su primo. Ahora le toca a la familia del primo, y a ti. Así que corre cuanto puedas. Corre y no pares de correr. Luego se cortó la comunicación, y ella miró sus pies húmedos sobre el suelo y se dio cuenta de que temblaba de frío y de miedo, y pensó que, quien fuera el comunicante, había repetido las mismas palabras del Güero. Lo imaginó asintiendo atento entre el humo de cigarros y los vasos de una cantina, el Güero enfrente, quemando mota y cruzadas las piernas bajo la mesa como solía ponerse, las botas cowboy de serpiente acabadas en punta, la mascada al cuello de la camisa, la chamarra de piloto en el respaldo de la silla, el pelo rubio al rape, la sonrisa afilada y segura. Harás eso por mí, carnal, si me rompen la madre. Le dirás que corra y no pare de correr, porque también se la querrán chingar a ella.
El pánico vino de improviso, muy distinto al terror frío que había sentido antes. Ahora fue un estallido de desconcierto y de locura que la hizo gritar, breve, seca, llevándose las manos a la cabeza. Sus piernas eran incapaces de sostenerla, así que fue a caer sentada sobre la cama. Miró alrededor: las molduras blancas y doradas del cabezal, los cuadros de las paredes con paisajes bien chilos y parejas que paseaban en puestas de sol, las porcelanitas que había ido coleccionando para alinear en la repisa, con la intención de que el de ellos fuera un hogar lindo y confortable. Supo que ya no era un hogar, y que en pocos minutos sería una trampa. Se vio en el gran espejo del armario: desnuda, mojada, el pelo oscuro pegado a la cara, y entre sus mechas los ojos negros muy abiertos, desorbitados de horror. Corre y no pares, habían dicho el Güero y la voz que repetía las palabras del Güero. Entonces empezó a correr.
1.
Me caí de la nube en que andaba
Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran sólo canciones, y que El conde de Montecristo era sólo una novela. Se lo comenté a Teresa Mendoza el último día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Mencioné a Edmundo Dantés, preguntándole si había leído el libro, y ella me dirigió una mirada silenciosa, tan larga que temí que nuestra conversación acabara allí. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales, y no sé si fue una sombra de la luz gris de afuera o una sonrisa absorta lo que dibujó en su boca un trazo extraño y cruel.
-No leo libros -dijo.
Supe que mentía, como
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