La respuesta de Sócrates
Enviado por YoungZa • 11 de Mayo de 2023 • Trabajo • 10.804 Palabras (44 Páginas) • 231 Visitas
17. LA RESPUESTA DE SÓCRATES A la pregunta «¿Qué nos hace pensar?» he aportado (excepto en el caso de Solón) respuestas históricamente representativas ofrecidas por pensadores profesionales, razón por la cual precisamente son dudosas. Cuando la cuestión la plantea un profesional, no surge de sus propias experiencias al pensar sino desde el exterior —ya constituyan este exterior sus intereses profesionales como pensador o el sentido común que hay en él y que le lleva a cuestionarse una actividad que está fuera del orden de la vida ordinaria—. Las respuestas que se obtienen de este modo siempre son demasiado generales y vagas para tener sentido en la vida cotidiana, en la que, después de todo, siempre se da el pensar y éste siempre interrumpe los procesos vitales normales, del mismo modo que la vida cotidiana obstaculiza continuamente el pensamiento. Si sacamos a estas respuestas su contenido doctrinal, que varía enormemente, nos encontramos con confesiones de una necesidad: la necesidad de concretar las implicaciones del asombro platónico, la necesidad (en Kant) de la facultad del razonamiento de trascender los límites de lo cognoscible, la necesidad de alcanzar una reconciliación entre lo que realmente existe y el curso del mundo —que aparece en Hegel como la «necesidad de la filosofía», capaz de transformar acontecimientos externos a uno en pensamientos propios— o la necesidad por indagar el significado de lo que existe o acontece, como he expuesto aquí, de forma no menos vaga o general. Esta incapacidad del yo pensante para dar cuenta de sí mismo es lo que ha hecho que los filósofos, los pensadores profesionales, sean una tribu difícil de tratar. El problema reside en que, como hemos visto, el yo pensante —a diferencia del yo [self] que, desde luego, también existe en todo pensador— no siente necesidad alguna por mostrarse en el mundo de las apariencias. Es un compañero esquivo, invisible para los otros pero también impalpable e inaprensible para el yo [self]. Esto se debe, por una parte, a que es una actividad pura, y por otra a que —como dijo una vez Hegel— «como yo abstracto, como yo liberado de todas las particularidades, de cualesquiera propiedades, estados [subjetivos], etc., solamente hace lo universal en lo cual él es idéntico a todos los individuos»[371] . En cualquier caso, visto desde el mundo de las apariencias, de la plaza pública, el yo pensante vive siempre oculto, lathē biōsas. Y nuestra pregunta «¿Qué nos hace pensar?» en realidad inquiere por las formas y medios para sacarlo de su escondite, provocándole, por así decirlo, para que se manifieste. La mejor, de hecho la única forma, que se me ocurre para abordar la cuestión es buscar un modelo, un ejemplo de pensador que no fuera profesional, que uniera en su persona dos pasiones aparentemente contrarias: el pensamiento y la acción —no en el sentido de estar ansioso por aplicar sus pensamientos o por establecer pautas teoréticas para la acción, sino en el más pertinente de sentirse igualmente en casa en ambas esferas y ser capaz de moverse de una a la otra con la mayor facilidad aparente, como nosotros mismos vamos y venimos una y otra vez entre las experiencias del mundo de las apariencias y la necesidad de reflexionar sobre ellas—. El más apropiado para este papel sería aquel que no estuvo al nivel de la multitud ni al de los pocos elegidos (distinción tan antigua como Pitágoras), que no aspiró a gobernar a los hombres ni pretendió, a pesar de su sabiduría superior, actuar como consejero de los poderosos, sino que, por el contrario, se sometió con humildad a ser gobernado; un pensador, en definitiva, que supo mantenerse siempre como un hombre entre los hombres, que no eludió la plaza pública, que fue un ciudadano entre los ciudadanos, que no hizo ni pretendió nada, salvo lo que en su opinión cualquier ciudadano tiene derecho a ser y a hacer. Debería ser difícil encontrar a un hombre así: si fuera capaz de representar para nosotros la actividad del pensar, no habría dejado un cuerpo doctrinal tras de sí; no se hubiera preocupado por plasmar por escrito sus pensamientos incluso si, después de haber pensado, hubiera habido algún residuo bastante tangible como para ponerlo sobre el papel. Habrán adivinado que me refiero a Sócrates. No sabríamos mucho de él, como mínimo no lo suficiente para que nos impresione de tal modo, si no hubiera fascinado a Platón, y tampoco sabríamos nada, ni siquiera a través de Platón, si no hubiera decidido entregar su vida no tanto al servicio de una doctrina o creencia concreta —que no tenía— como a la causa de analizar las opiniones de los otros, reflexionar sobre ellas y animar a sus interlocutores a hacer lo mismo. Confío en que el lector no piense que elijo a Sócrates al azar, pero quiero advertir que hay mucha controversia en torno al Sócrates histórico, y que, a pesar de ser éste uno de los temas más fascinantes en el debate intelectual, aquí lo voy a ignorar[372] , y me limitaré a señalar de pasada lo que, sin duda, constituye el centro de la disputa, es decir, mi convicción de que hay una línea divisoria clara entre lo auténticamente socrático y la filosofía enseñada por Platón. El obstáculo reside aquí en que Platón utilizó a Sócrates como el filósofo, no sólo en los primeros diálogos socráticos, sino también después, cuando le convirtió en portavoz de teorías y doctrinas del todo asocráticas. En numerosas ocasiones el mismo Platón establece claramente las diferencias; por ejemplo, en el Banquete, durante el célebre discurso de Diotima donde de manera expresa se dice que Sócrates no sabe nada de «los mayores misterios» y quizá no sea capaz de comprenderlos. En otros lugares, sin embargo, la línea divisoria desaparece, generalmente porque Platón aún podía contar con un público cultivado capaz de darse cuenta de ciertas incongruencias flagrantes —como cuando, en el Teeteto[373] pone en boca de Sócrates que «los grandes filósofos […] desconocen desde su juventud el camino que conduce al ágora», afirmación antisocrática donde las haya. Y, sin embargo, para complicar las cosas, esto no quiere decir en absoluto que el mismo diálogo no aporte información totalmente auténtica sobre el Sócrates real[374] . Espero que nadie discutirá seriamente que mi elección está históricamente justificada. Menos justificable, quizás, es transformar una figura histórica en un modelo, pues sin duda es preciso realizar algún cambio si la figura en cuestión ha de cumplir la función que se le asigna. Étienne Gilson, en su magnífico libro sobre Dante, muestra cómo en La Divina Comedia, «un personaje […] conserva […] tanta realidad histórica como exige la función representativa que Dante le asigna»[375] . Parece bastante fácil atribuir este tipo de libertad a los poetas y llamarlo «licencias, pero todo empeora cuando los no poetas quieren hacerlo. Aun así, con justificación o sin ella, esto precisamente viene a ser lo mismo que hacemos cuando construimos «tipos ideales», no desde el principio hasta el final, como en las alegorías y en las abstracciones personificadas, tan apreciadas por los corazones de los malos poetas y de algunos eruditos, sino a partir de la multitud de seres vivos, pasados y presentes, que parecen poseer un significado representativo. Gilson da cuenta de la verdadera justificación de este método (o técnica) en su estudio del papel que Dante asigna a Tomás de Aquino: el Tomás de Aquino histórico, subraya Gilson, no hubiera hecho jamás lo que Dante le llevó a hacer —el elogio de Siger de Brabante—, pero la única razón por la cual Tomás de Aquino no hubiera pronunciado tal elogio habría sido por cierta debilidad humana, por un defecto de carácter, «la parte de su imagen —como dice Gilson— que hubiera tenido que dejar a las puertas del Paraíso para poder entrar»[376] . Hay muchos rasgos del Sócrates de Jenofonte, cuya credibilidad histórica es indudable, que Sócrates hubiera tenido que dejar a las puertas del Paraíso. La primera cosa que nos sorprende de los diálogos socráticos de Platón es que son aporéticos. La argumentación no conduce a ninguna parte o bien discurre en círculos. Para saber qué es la justicia, es preciso saber qué es el conocimiento y, para saber esto, hay que tener una noción previa, no puesta en cuestión, del conocimiento[377] . Por ello, «no le es posible a nadie buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe. […] Pues ni podría buscar lo que sabe — puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda— ni tampoco lo que no sabe —puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar—»[378] . O en el Eutifrón: para ser piadoso debo saber lo que es la piedad. Piadosas son las cosas que placen a los dioses, pero ¿son piadosas porque placen a los dioses o les placen porque son piadosas? Ninguno de los argumentos, logoi, se mantiene siempre en pie, son circulares; Sócrates, al hacer preguntas cuyas respuestas desconoce, las pone en movimiento. Y, una vez que los enunciados han trazado un círculo completo, suele ser Sócrates quien animosamente propone empezar de nuevo y buscar qué son la justicia, la piedad, el conocimiento o la felicidad[379] . El hecho es que estos primeros diálogos traten de conceptos cotidianos, muy simples, como aquellos que surgen siempre que se abre la boca y se irrumpe a hablar. La introducción suele ser como sigue: todo el mundo sabe que hay gente feliz, actos justos, hombres valerosos, cosas bellas que mirar y admirar; el problema empieza con nuestro uso de los nombres, derivados presumiblemente de los adjetivos que vamos aplicando a los casos particulares a medida que se nos aparecen (vemos a un hombre feliz, percibimos una acción valerosa o la decisión justa), esto es, con palabras como felicidad, valor, justicia, etc., que hoy denominamos «conceptos» —la «medida invisible» (aphanes metron) de Solón, «lo más difícil de comprender por el espíritu, pero que posee los límites de todas las cosas»—,[380] y que Platón algo después llamó «ideas», perceptibles sólo a los ojos del espíritu. Estas palabras son inseparables de nuestro lenguaje cotidiano y, sin embargo, no podemos dar cuenta de ellas; cuando tratamos de definirlas, se vuelven esquivas; cuando hablamos de su significado, nada se mantiene ya fijo, todo empieza a ponerse en movimiento. Así, en lugar de repetir lo que aprendimos de Aristóteles, que Sócrates fue quien descubrió el «concepto», deberíamos preguntarnos qué hizo Sócrates cuando lo descubrió, porque, evidentemente, estas palabras formaban parte del lenguaje griego antes de que intentara forzar a los atenienses y a sí mismo a dar cuenta de lo que querían decir cuando las pronunciaban, con la firme convicción de que ningún discurso sería posible sin ellas. Tal convicción se ha convertido en discutible. Nuestro conocimiento de las denominadas «lenguas primitivas» nos ha enseñado que el hecho de agrupar muchos particulares bajo un nombre único no es, en absoluto, algo natural, dado que estas lenguas, cuyo vocabulario es a menudo mucho más rico que el nuestro, carecen de tales nombres abstractos, incluso si están relacionados con objetos claramente visibles. Para simplificar, tomemos un sustantivo que a nosotros ya no nos suena del todo abstracto. Podemos emplear la palabra «casa» para un gran número de objetos —la choza de adobe de una tribu, el palacio de un rey, la casa en el campo o un apartamento en la ciudad—, pero difícilmente la podemos usar para las tiendas de algunos nómadas. La casa, en sí misma y por sí misma, auto kath’auto, aquella que nos hace usar la palabra para todas estas construcciones particulares y muy diferentes, no la vemos nunca, ni con los ojos del cuerpo ni con los del espíritu; cada casa imaginada, aunque sea la más abstracta, que tenga lo mínimo indispensable para hacerla reconocible, ya es una casa concreta. Esta otra casa, invisible, de la que debemos tener una noción para reconocer las construcciones particulares como casas, ha sido explicada de formas muy diversas y ha recibido nombres distintos a lo largo de la historia de la filosofía; de ésta no nos ocupamos aquí, aunque presente menos problemas para ser definida que palabras como «felicidad» o «justicia». La cuestión radica en que implica algo considerablemente menos tangible que la estructura que perciben nuestros ojos. Implica que «aloja a alguien» y es «habitada» como ninguna tienda, colocada hoy y desmontada mañana, puede alojar o servir de morada. La palabra «casa», la «medida invisible» de Solón, «que posee los límites de todas las cosas» referidas a lo que se habita, es una palabra que no puede existir a menos que presuponga una reflexión acerca del ser alojado, habitar, tener un hogar. Como palabra, «casa» es una abreviatura para todas estas cosas, un tipo de abreviatura sin la cual el pensamiento y su característica rapidez no sería posible en absoluto. La palabra «casa» es algo semejante a un pensamiento congelado que el pensar debe descongelar, deshelar, por así decirlo, siempre que quiera averiguar su sentido original. En la filosofía medieval, este tipo de pensamiento se denominó «meditación», que debe entenderse de manera distinta a la contemplación, e incluso opuesta a ella. En cualquier caso, este tipo de meditación reflexiva no produce definiciones y, en este sentido, tampoco resultado alguno; sin embargo, es posible que quien haya reflexionado sobre el significado de la palabra «casa» pueda hacer que la suya sea un poco mejor. Generalmente se ha dicho que Sócrates creía en la posibilidad de enseñar la virtud y, en realidad, parece ser que sostuvo que hablar y pensar acerca de la piedad, la justicia, el valor, etc., permitía a los hombres convertirse en más piadosos, más justos, más valerosos, incluso sin proporcionar definiciones ni «valores» para guiar su conducta futura. Lo que Sócrates creía realmente sobre tales asuntos puede ejemplificarse mejor a través de los símiles que se aplicó a sí mismo. Se llamó «tábano» y «comadrona» y, según Platón, alguien lo calificó de «torpedo», un pez que paraliza y entumece por contacto; una analogía cuya adecuación Sócrates reconoció a condición de que se entendiera que «el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan. […] En efecto, no es que no teniendo yo problemas, los genere en los demás, sino que, estando yo totalmente imbuido de problemas, también hago que lo estén los demás»[381] , lo cual resume nítidamente la única forma en que puede enseñarse el pensamiento; aparte del hecho de que Sócrates, como repetidamente dijo, no enseñaba nada por la sencilla razón de que no tenía nada que enseñar: era «estéril», como las comadronas griegas que habían sobrepasado ya la edad fecunda. (Puesto que no tenía nada que enseñar, ni ninguna verdad que ofrecer, fue acusado de no revelar jamás su opinión personal [gnōmē], como sabemos por Jenofonte, que lo defendió de esta acusación)[382] . Parece que, a diferencia de los pensadores profesionales, sintió el impulso de investigar si sus iguales compartían sus perplejidades, un impulso bastante distinto de la inclinación a descifrar enigmas para luego demostrárselos a los otros. Consideremos brevemente estos tres símiles. Primero, Sócrates es un tábano: sabe cómo aguijonear a los ciudadanos que, sin él, «continuarían durmiendo durante el resto de sus vidas», a menos que alguien más viniera a despertarles de nuevo. ¿Y para qué los aguijoneaba? Para pensar, para que examinaran sus asuntos, actividad sin la cual la vida, en su opinión, no sólo valdría poco sino que ni siquiera podría considerarse auténtica vida. (Sobre este tema, Sócrates afirma en la Apología, como en otros textos, casi lo contrario de lo que Platón le hace decir en la «apología mejorada» del Fedón. En el primer caso, Sócrates explica a sus conciudadanos por qué debe vivir e, incidentalmente, por qué no teme la muerte, a pesar de que la vida le es «tan cara»; en el Fedón, explica a sus amigos la carga que le supone vivir y por qué está contento de morir). Segundo, Sócrates es una comadrona: en el Teeteto dice, dada su propia esterilidad, que sabe cómo librar a otros de sus pensamientos; además, posee la técnica de la comadrona para decidir si la criatura estaba más o menos adaptada para vivir o, para usar el lenguaje socrático, si era un mero «engendro inmaduro[383]» del cual era necesario liberar a la madre. Atendiendo a los diálogos, no hay nadie entre los interlocutores de Sócrates que haya expresado un pensamiento que no fuera un «engendro inmaduro» que Sócrates considere digno de mantener con vida. Sócrates hace aquí lo que Platón, pensando en él, dijo de los sofistas: hay que purgar a la gente de sus «opiniones», es decir, de aquellos prejuicios no analizados que les impiden pensar; y, al proporcionarles su verdad, los ayuda, como decía Platón, a librarse de lo malo —sus opiniones— sin hacerlos buenos[384] . Tercero, Sócrates, sabiendo que no conocemos, pero poco dispuesto a quedarse ahí, permanece firme en sus perplejidades y, como el torpedo, se paraliza y paraliza a cuantos toca. El torpedo, a primera vista, parece lo opuesto al tábano; paraliza allí donde el tábano aguijonea. Pero lo que desde fuera, desde el curso ordinario de los asuntos humanos, sólo puede ser visto como parálisis, es percibido como el estadio más alto del estar vivo. A pesar de las escasas pruebas documentales en torno a la experiencia del pensamiento, a lo largo de los siglos ha habido cierto número de manifestaciones de pensadores que así lo confirman. Así pues, Sócrates, tábano, comadrona, torpedo, no es un filósofo (no enseña nada ni tiene nada que enseñar), ni tampoco un sofista, pues no aspira a convertir en sabios a los hombres. Se limita a señalarles que no lo son, que nadie lo es, una «ocupación» que no le deja tiempo para dedicarse a los asuntos públicos o privados[385] . Y al defenderse con energía de las acusaciones de corromper a la juventud, nunca afirma que quiera mejorarla. Sostiene, sin embargo, que la aparición en Atenas del pensamiento y del examen crítico representa el mayor bien que jamás haya acaecido en la ciudad[386] . Se preocupó, pues, de la utilidad del pensamiento, aunque en esto, como en otros aspectos, no ofrece una respuesta clara y firme. Podemos estar seguros de que un diálogo que abordase la cuestión «¿Para qué sirve pensar?» hubiera concluido con las mismas perplejidades que los otros. Si el pensamiento occidental hubiese contado con una tradición socrática, si, en palabras de Whitehead, la historia de la filosofía hubiera sido una recopilación de notas al pie a Sócrates en vez de a Platón (algo que, por supuesto, habría sido imposible), tampoco hubiéramos encontrado respuesta alguna a nuestra pregunta, pero, al menos, sí tendríamos un número de variaciones de la misma. El propio Sócrates, consciente de que el pensamiento tiene que ver con lo invisible, recurre a la metáfora del viento para referirse a él: «Los vientos en sí mismos no se ven, aunque manifiestos están para nosotros los efectos que producen y los sentimos cuando nos llegan»[387]. Encontramos la misma metáfora en la Antígona[388] de Sófocles, donde el «alado pensamiento» cuenta entre las cosas dudosas, «aterradoras» (deina), con las que los hombres pueden ser bendecidos o maldecidos. En nuestros días, Heidegger habla en ocasiones de la «tempestad del pensamiento», y utiliza la metáfora de manera explícita en el único punto de su obra donde se refiere expresamente a Sócrates: «Durante toda su vida y hasta la muerte, Sócrates no hizo otra cosa que colocarse en la corriente de este viento (el pensamiento) y mantenerse ahí. Por eso es el pensador más puro de Occidente; por eso no escribió nada. Pues quien comienza a escribir, a partir del pensamiento, debe semejarse inevitablemente a quienes buscan refugio cuando azota un viento demasiado fuerte […] todos los pensadores posteriores a Sócrates, al margen de su grandeza, fueron refugiados. El pensamiento se convirtió en literatura». Un poco más adelante, en una nota explicativa, añade que ser el pensador «más puro» no quiere decir ser el «más grande»[389] . En el contexto en que Jenofonte, siempre ansioso por defender al maestro de acusaciones y argumentos vulgares, se refiere a esta metáfora, no tiene mucho sentido. Con todo, él mismo indica que las manifestaciones del viento invisible del pensamiento son aquellos conceptos, virtudes y «valores» que Sócrates examinaba críticamente. El problema —y la razón por la que un mismo hombre puede ser entendido y entenderse a sí mismo como tábano y como pez torpedo— es que este mismo viento, cuando se levanta, tiene la peculiaridad de llevarse consigo sus manifestaciones previas. En su naturaleza se halla el deshacer, descongelar, por así decirlo, lo que el lenguaje, el medio del pensamiento, ha congelado en el pensamiento: palabras (conceptos, frases, definiciones, doctrinas), cuya «debilidad» e inflexibilidad denuncia Platón tan espléndidamente en la Carta VII. La consecuencia de esta peculiaridad es que el pensamiento tiene inevitablemente un efecto destructivo, socava todos los criterios establecidos, todos los valores y las pautas del bien y del mal, en suma, todos los hábitos y reglas de conducta que son objeto de la moral y de la ética. Estos pensamientos congelados, parece decir Sócrates, son tan cómodos que podemos valernos de ellos mientras dormimos; «pero si el viento del pensamiento, que ahora soplaré en vosotros, os saca del sueño y os deja por completo despiertos y vivos, entonces os daréis cuenta de que nada os queda en las manos sino perplejidades, y que lo máximo que podéis hacer es compartirlas unos con otros». De ahí que la parálisis provocada por el pensamiento sea doble: es propia del detente y piensa, la interrupción de cualquier otra actividad —de hecho, un «problema» puede definirse psicológicamente como una «situación que, por algún motivo, bloquea a un organismo en su esfuerzo por alcanzar un fin»—,[390] y puede tener efecto paralizador cuando salimos de él tras perder la seguridad de lo que nos había parecido indudable mientras estábamos irreflexivamente ocupados haciendo alguna cosa. Si lo que se estaba haciendo consistía en aplicar reglas generales de conducta a casos particulares como los que surgen en la vida cotidiana, entonces ahora nos encontramos paralizados porque ninguna de estas reglas puede hacer frente al viento del pensamiento. Por usar de nuevo el ejemplo del pensamiento congelado inherente a la palabra «casa»: una vez que se ha reflexionado acerca de su sentido implícito —habitar, tener un hogar, ser alojado— no se está ya dispuesto a aceptar como casa propia lo que la moda del momento prescriba; pero esto no garantiza de ningún modo que seamos capaces de dar con una solución aceptable para lo que se ha tornado «problemático». Esto conduce al último, y quizás el mayor riesgo, de esta peligrosa e infructuosa empresa. En el círculo de Sócrates había hombres como Alcibíades y Critias —y Dios sabe que no eran, con mucho, los peores de los denominados discípulos—, que se convirtieron en una auténtica amenaza para la polis, y ello no tanto por haber sido paralizados por el pez torpedo sino, bien al contrario, por haber sido aguijoneados por el tábano. Fueron despertados al cinismo y a la vida licenciosa. Insatisfechos porque se les había enseñado a penar sin darles una doctrina, cambiaron la falta de resultados del pensar reflexivo socrático en resultados negativos: si no podemos definir qué es la piedad, seamos impíos, algo que es claramente lo contrario de aquello que esperaba conseguir Sócrates al hablar de la piedad. La búsqueda del sentido, que sin desfallecer disuelve y examina de nuevo todas las teorías y reglas aceptadas, puede, en cualquier momento, volverse en contra suya, por así decirlo, y producir una inversión en los antiguos valores y declararlos como «nuevos valores». Esto, hasta cierto punto, es lo que Nietzsche hizo al invertir el platonismo, olvidando que un Platón al revés sigue siendo Platón, o lo que hizo Marx cuando dio la vuelta a Hegel, produciendo con este proceso un sistema de la historia estrictamente hegeliano. Tales resultados negativos del pensamiento serán empleados más adelante con la misma rutina irreflexiva anterior; en el momento en que se aplican en el dominio de los asuntos humanos, es como si nunca hubieran pasado por el proceso del pensamiento. Lo que suele llamarse «nihilismo» —sentimos la tentación de datarlo históricamente, de despreciarlo políticamente y de adscribirlo a pensadores sospechosos de haberse ocupado de «pensamientos peligrosos»— es, en realidad, un peligro inseparable de la misma actividad del pensar. No hay pensamientos peligrosos; el mismo pensar lo es, pero el nihilismo no es su resultado. El nihilismo no es más que la otra cara del convencionalismo; su credo consiste en negar los valores positivos vigentes, a los que permanece vinculado. Todo examen crítico debe atravesar, al menos hipotéticamente, por un estadio que niegue los «valores» y las opiniones aceptadas mediante la búsqueda de sus implicaciones y supuestos tácitos; en este sentido, el nihilismo se podría considerar como el peligro siempre presente del pensamiento. Pero este riesgo no emerge de la convicción socrática de que una vida sin examen no merece ser vivida, sino, por el contrario, del deseo de encontrar resultados que hicieran innecesario seguir pensando. El pensar es igual de peligroso para todas las creencias y, por sí mismo, no pone en marcha ninguna nueva. Su aspecto más peligroso desde el punto de vista del sentido común es que lo que tenía sentido mientras se estaba pensando, se disuelve cuando se quiere aplicar a la vida cotidiana. Cuando la opinión común se apropia de los «conceptos», es decir, de las manifestaciones del pensamiento en el lenguaje cotidiano, y empieza a manejarlos como si se tratase de productos cognitivos, el resultado sólo puede ser una demostración nítida de que nadie es sabio. En la práctica, pensar quiere decir que cada vez que nos encontramos en la vida ante una dificultad, es preciso preparar el espíritu de nuevo. Con todo, el no-pensar, que parece un estado tan recomendable para los asuntos políticos y morales, también entraña peligros. Cuando se sustrae a la gente de los riesgos del examen crítico, se le enseña a que se adhiera de manera inmediata a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad y en un tiempo dados. Se habitúan entonces no tanto al contenido de las reglas —un examen detenido de las mismas los llevaría siempre a la perplejidad— como a la posesión de las reglas bajo las cuales subsumir particulares. Si alguien quisiera, por cualquier razón o propósito, abolir los viejos «valores» o virtudes, no encontraría impedimento alguno, siempre y cuando ofreciese un nuevo código, y no necesitaría ni fuerza ni persuasión —tampoco probar la superioridad de los nuevos valores con respecto a los viejos— para imponerlo. Cuanto mayor sea la firmeza con la que los hombres abracen el viejo código, tanto más ansiosos estarán por asimilar el nuevo; algo que en la práctica quiere decir que los más dispuestos a obedecer serán quienes fueron los pilares más respetables de la sociedad, los menos inclinados al pensamiento —peligroso o no—, mientras que quienes parecían los elementos menos fiables del antiguo orden serán los menos dóciles. Si las cuestiones éticas y morales son realmente lo que su etimología indica, no debería ser mucho más difícil cambiar las costumbres y hábitos de un pueblo que cambiar sus normas de urbanidad. La facilidad con la que, en determinadas circunstancias, tales inversiones pueden tener lugar sugiere, de hecho, que cuando se dan todo el mundo dormía profundamente. Aludo, por supuesto, a lo sucedido en la Alemania nazi y, hasta cierto punto también, en la Rusia estalinista, cuando de repente se invirtieron las normas básicas de la moralidad occidental: «No matarás», en el primer caso. «No levantarás falsos testimonios contra tus semejantes», en el segundo. Tampoco deberían consolarnos las secuelas: la inversión de la inversión, el hecho de que fuera tan sorprendentemente fácil «reeducar» a los alemanes tras la caída del Tercer Reich, tan fácil que, de hecho, parecía como si la reeducación fuese automática. En realidad, era el mismo fenómeno. Volvamos a Sócrates. Los atenienses le dijeron que pensar era subversivo, que el viento del pensamiento era un huracán que asola los signos establecidos que ayudan a los hombres a orientarse en el mundo; trae desorden a las ciudades y confunde a los ciudadanos. Y aunque Sócrates niega que el pensamiento corrompa, tampoco pretende que mejore a nadie. Despierta a uno del sueño, y esto le parece un gran bien para la ciudad. Pero no dice que empezó su examen crítico para convertirse en un gran benefactor. Por lo que a él respecta, sólo cabe decir que una vida sin pensamiento no tendría sentido, aunque el pensamiento no haga a los hombres sabios ni les dé repuestas para las preguntas que les suscita su propio pensamiento. El sentido de la actividad de Sócrates residía en la actividad misma, o, por decirlo con otras palabras: pensar y estar vivo es lo mismo, algo que implica que el pensamiento siempre empiece de cero; es una actividad que acompaña al vivir cuando se ocupa de conceptos tales como justicia, felicidad, virtud, que el lenguaje nos ha ofrecido para expresar el sentido de todo lo que ocurre en la vida y nos sucede mientras estamos vivos. Lo que llamé «búsqueda» del sentido aparece en el lenguaje de Sócrates como amor, es decir, amor con el significado griego de eros, no del cristiano agape. El amor como eros es ante todo una necesidad: desea lo que no tiene. Los hombres aman la sabiduría y, por lo tanto, comienzan a filosofar, porque no son sabios; del mismo modo, aman la belleza y hacen cosas bellas, por así decirlo (philokaloumen, como lo denominó Pericles en el discurso fúnebre[391]), porque no son bellos. El amor es el único tema en el que Sócrates pretende ser un experto, y esta cualidad también le guía a la hora de elegir a sus compañeros y amigos: «Negligente y torpe como soy para la mayoría de las cosas, se me ha dado, supongo, por el dios, una cierta facilidad de conocer al que ama y al que es amado»[392] . El amor, al desear lo que no tiene, establece una relación con lo que no está presente. Para poder exteriorizar esta relación, para hacerla aparecer, los hombres hablan de ella de la misma manera que un enamorado quiere hablar del ser amado. Puesto que la búsqueda que emprende el pensamiento es un tipo de amor y de deseo, los objetos de pensamiento sólo pueden ser cosas dignas de amor: la belleza, la sabiduría, la justicia, etc. La fealdad y el mal están excluidos, por definición, de la empresa del pensar, aunque pueden aparecer a veces como deficiencias: la injusticia, como falta de belleza y el mal (kakia), como la ausencia de bien. Esto significa que no tienen raíces propias, ni esencia en la que el pensamiento pueda aferrarse. Si el pensar disuelve los conceptos normales, positivos, en su sentido original, entonces disuelve también estos conceptos «negativos» en su original carencia de significado, en la nada. Por esto Sócrates creyó que nadie podría hacer el mal voluntariamente, porque su «estatus ontológico», como diríamos actualmente, consiste en una ausencia, en algo que no es. Y también por esto Demócrito —para quien la palabra, el logos, sigue a la acción del mismo modo que la sombra acompaña a los objetos reales, distinguiéndolos así de las meras ilusiones— recomendó no hablar de actos malos: ignorar el mal, privarlo de toda manifestación en el lenguaje, acabará convirtiéndolo en una mera ilusión, algo que no tiene sombra[393] . Encontramos este mismo rechazo del mal al analizar el asombro admirativo y afirmativo de Platón y su transformación en pensamiento; se encuentra en casi todos los filósofos occidentales. Parece como si Sócrates no tuviera nada más que decir sobre la relación entre el mal y la ausencia de pensamiento que los hombres que no aman la belleza, la justicia y la sabiduría, son incapaces de pensar, igual que, a la inversa, los que aman el examen crítico y, por tanto, «filosofan», serían incapaces de hacer el mal. 18. EL DOS-EN-UNO ¿Adónde nos lleva todo esto con respecto a nuestro problema, las posibles interconexiones entre la incapacidad, el rechazo a pensar y el mal? Concluimos que sólo la gente inspirada por el erōs socrático, este amor a la sabiduría, la belleza y la justicia, es capaz de pensamiento y digna de confianza. En otras palabras, nos quedamos con las «naturalezas nobles» de Platón, las pocas de las que puede afirmarse que «no hacen el mal voluntariamente», pero la peligrosa conclusión que implica: «Todo el mundo quiere hacer el bien», no es verdadera, ni siquiera en lo que a ellos respecta. (La triste verdad de la cuestión es que la mayoría de las veces el mal lo hace la gente que nunca se había planteado ser buena o mala). Sócrates, que, al contrario que Platón, reflexionó sobre todos los temas y habló con todo el mundo, no pudo haber creído que sólo una minoría era capaz de pensar, y que únicamente determinados objetos de pensamiento, visibles a los ojos de un espíritu bien entrenado, pero inexpresables en palabras, confieren dignidad e importancia a la actividad pensante. Si hay algo en el pensamiento que puede prevenir a los hombres de hacer el mal, debe ser una propiedad inseparable de la actividad misma, con independencia de cuál sea su objeto. Entre las pocas afirmaciones de Sócrates, este amante de las perplejidades, hay dos, estrechamente conectadas entre sí, que tienen que ver con nuestra cuestión. Ambas aparecen en el Gorgias, el diálogo sobre la retórica, el arte de dirigirse y persuadir a la multitud. El Gorgias no pertenece a los primeros diálogos socráticos; fue escrito poco antes de que Platón se convirtiera en la cabeza de la Academia. Además, parece que su propio tema se refiere a un arte o forma de discurso que perdería todo su sentido si fuera aporético. Aun así, este diálogo sigue siéndolo, con la excepción de que Platón lo concluye con uno de sus mitos sobre otra vida de castigos y recompensas que aparentemente — y esto es irónico— resuelven todas las dificultades. La seriedad de estos mitos es puramente política; consiste en el hecho de dirigirse a la multitud. Estos mitos, ciertamente no socráticos, son importantes porque contienen, aunque en una forma no filosófica, el reconocimiento de Platón de que los hombres pueden hacer y cometer el mal voluntariamente y, aún más importante, la admisión implícita de que él, igual que Sócrates, no sabía qué hacer en el plano filosófico con este hecho tan perturbador. Tal vez no sepamos si Sócrates creía que la ignorancia causa el mal y que la virtud puede ser enseñada; pero sí sabemos que Platón pensó que era más sabio apoyarse en amenazas. Las dos afirmaciones socráticas son las siguientes. La primera: «Cometer injusticia es peor que recibirla», a lo que Calicles, el interlocutor en el diálogo, replica como lo hubiera hecho toda Grecia: «Ni siquiera esta desgracia, sufrir la injusticia, es propia de un hombre, sino de algún esclavo para quien es preferible morir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es capaz de defenderse a sí mismo ni a otro por el que se interese»[394] . La segunda: «Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí, e igualmente el coro que yo dirija, y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga»[395] . Lo que provoca que Calicles le diga a Sócrates que «en las conversaciones te comportas fogosamente», y que sería mejor para él y para los demás que dejara de filosofar[396] . Y aquí tiene razón. Fue la propia filosofía, o mejor la experiencia del pensamiento, lo que condujo a Sócrates a hacer estas afirmaciones — aunque, desde luego, él no emprendió su propósito para llegar a ellas, no más de lo que se embarcan otros pensadores en las suyas para ser «felices»—.[397] (Sería, creo, un grave error entender estas afirmaciones como resultado de alguna meditación sobre la moralidad; se trata, sin duda, de intuiciones, pero intuiciones debidas a la experiencia y, en la medida en que el propio proceso del pensamiento estuviera implicado son, como muchos, ocasionales subproductos). Tenemos dificultades para apreciar lo paradójica que debía sonar la primera afirmación en el momento de ser formulada; después de miles de años de uso y abuso, suena como un moralismo carente de valor. Y la mejor demostración de lo difícil que es, para las mentes modernas, captar la fuerza de la segunda se halla en el hecho de que las palabras clave, «no soy más que uno» (que se intercalan con «antes de que yo […] esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga»), frecuentemente no se traducen. La primera es una afirmación subjetiva que significa «es mejor para mí sufrir el mal que hacerlo». Y en el diálogo que la contiene entra simplemente en contradicción con la afirmación opuesta, también subjetiva, que, por supuesto, suena mucho más plausible. Lo que parece evidente es que Calicles y Sócrates están hablando de un yo diferente: lo que es bueno para uno, es malo para el otro. Si tuviéramos que considerar esta proposición desde el punto de vista del mundo, como algo distinto del de ambos interlocutores, deberíamos decir: lo que cuenta es que se ha cometido una injusticia; es irrelevante quién es mejor, quien comete la injusticia o quien la sufre. Como ciudadanos debemos evitar las injusticias, porque está en juego el mundo que todos compartimos: autor, víctima y espectador; la Ciudad ha sido dañada. Por eso nuestros códigos jurídicos distinguen entre delitos, en los que el proceso es preceptivo, y faltas o transgresiones, en las que sólo son lesionados individuos particulares que pueden desear o no ir a juicio. Podríamos definir un delito como una transgresión de la ley que requiere una pena sin que importe quién haya sido la víctima; ésta puede querer olvidar y perdonar, y no habrá peligro para terceros si puede presumirse que el autor del hecho ilícito con toda probabilidad no reincidirá. Sin embargo, la ley del país no permite ninguna opción, porque la que ha sido dañada es la comunidad como un todo. En otras palabras, aquí Sócrates no habla como un ciudadano, que se supone que se preocupa más del mundo que de sí mismo; habla como el hombre cuya prioridad es el pensamiento. Es como si dijera a Calicles: «Si tú fueras como yo, amante de la sabiduría y estuvieses necesitado de reflexión, y si el mundo fuera como tú lo describes —dividido entre fuertes y débiles, donde “los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben” (Tucídides)— de modo que no existiera otra alternativa que cometer o sufrir la injusticia, entonces estarías de acuerdo conmigo en que es mejor sufrirla que cometerla». La presuposición es si amas la sabiduría y el filosofar; si sabes qué es el examen crítico. Que yo sepa sólo existe otro pasaje en la literatura griega que, casi con las mismas palabras, dice lo que Sócrates dijo: «El que comete injusticia es más infeliz (kakodaimonesteros) que el que la sufre»[398]; se lee en uno de los fragmentos de Demócrito, el gran adversario de Parménides y que, probablemente por esto, Platón nunca mencionó. La coincidencia es digna de ser notada, pues Demócrito, a diferencia de Sócrates, no estaba muy interesado en los asuntos humanos sino, muy profundamente, en la experiencia del pensamiento. Se diría que lo que estábamos tentados a entender como una proposición puramente moral surge, en realidad, de la experiencia del pensamiento como tal. Y esto nos lleva a la segunda afirmación, que es el requisito de la primera. Ésta es también bastante paradójica. Sócrates habla de ser uno y, por ello, de ser incapaz de correr el riesgo de no estar en armonía consigo mismo. Pero nada que sea idéntico consigo mismo, real y absolutamente Uno, como A es A, puede estar o dejar de estar en armonía consigo mismo; siempre se necesitan al menos dos tonos para producir un sonido armónico. Ciertamente, cuando aparezco y soy vista por los demás, yo soy una; de otro modo, no se me reconocería. Y mientras estoy junto a los otros, apenas consciente de mí misma, soy tal y como aparezco a los demás. Llamamos conciencia de sí [consciousness] (literalmente, como hemos visto, «conocer consigo mismo») al hecho curioso de que, en cierto sentido, también soy para mí misma, a pesar de que difícilmente me aparezco a mí, lo cual indica que el «no soy más que uno» socrático es más problemático de lo que parece; no sólo soy para los otros sino también para mí misma y, en este último caso, claramente no soy sólo una. En mi Unicidad se inserta una diferencia. Conocemos esta diferencia bajo otros aspectos. Todo lo que existe entre una pluralidad de cosas no es simplemente lo que es, en su identidad, sino que es también diferente de las otras cosas; este ser diferente es propio de su misma naturaleza. Cuando tratamos de aferrarlo con el pensamiento, queriendo definirlo, debemos tener en cuenta esta alteridad (altereitas) o diferencia. Cuando decimos lo que es una cosa, debemos decir también lo que no es, o de lo contrario caeríamos en la tautología: toda determinación es negación, como sostiene Spinoza. Con relación a este problema de la identidad y la diferencia, hay un pasaje curioso en el Sofista de Platón sobre el que Heidegger llama la atención. El extranjero que aparece en el diálogo afirma que, respecto de dos cosas —por ejemplo, el reposo y el movimiento — «cada uno de ellos es diferente de los otros dos, pero es igual a sí mismo» (hekaston heautō tauton[399]). Al interpretar esta frase, Heidegger subraya el dativo heautō, pues Platón no dice, como cabría esperar, hekaston auto tauton, «cada uno [tomado fuera del contexto] es idéntico a sí mismo», en el sentido de la tautología A es A, donde la diferencia surge de la pluralidad de cosas. Según Heidegger, este dativo significa que «cada algo mismo es restituido a sí mismo, cada algo mismo es lo mismo — concretamente para sí mismo, consigo mismo—. […] En la mismidad yace la relación del “con”, esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis: la unión es una unidad»[400] . El pasaje que Heidegger analiza se encuentra en la sección final del Sofista que se ocupa de la koinōnia, la «comunidad», el ajustarse y ensamblarse, de las ideas y, especialmente, de la posible comunidad de diferencia e identidad, que parecen ser contrarias. «Cualquier cosa que sea para nosotros absolutamente diferente, lo es por necesidad en función de otra cosa» (pros alla[401]), pero sus contrarios, las cosas «que son lo que son en sí mismas» (kath’ hauto), participan de la «Idea» de diferencia, en tanto que «se refieren a otras»: son lo mismo por y para sí, de manera que cada eidos difiere de los demás, «no por su propia naturaleza, sino porque participa de la forma de lo diferente»[402] , es decir, no porque se relacione con algo de lo que es diferente (pros ti), sino porque existe entre una pluralidad de Ideas, y «toda entidad qua entidad ofrece la posibilidad de ser considerada como distinta de algo»[403] . En nuestras propias palabras, donde quiera que exista una pluralidad —de seres vivos, de cosas, de Ideas — hay una diferencia, y esta diferencia no procede del exterior, sino que es inherente a cada entidad como dualidad, de donde procede la unidad como unificación. Esta construcción —las implicaciones platónicas y la interpretación heideggeriana— me parece errónea. Sacar una cosa de su contexto y observarla sólo en su «relación» consigo misma (kath’ hauto), es decir, en su identidad, no revela diferencia o alteridad alguna; al mismo tiempo que su relación con algo que no es, pierde su realidad y asume un curioso aire de misterio. Esta forma aparece a menudo en las obras de arte, sobre todo en las primeras piezas en prosa de Kafka o en algunas pinturas de Van Gogh, donde se representa un objeto aislado, una silla, un par de zapatos. Pero estas obras de arte son objetos de pensamiento, y lo que les dota de sentido —como si no fueran sólo ellos mismos, sino para ellos mismos—, es precisamente la transformación que han experimentado al apropiárselos el pensamiento. En otras palabras, lo que aquí se transfiere es la experiencia del yo pensante a las cosas mismas. Pues nada puede ser sí mismo y a la vez para sí mismo, sino el dos-en-uno que Sócrates descubrió como la esencia del pensamiento y que Platón tradujo al lenguaje conceptual como el diálogo silencioso (eme emautō) del yo consigo mismo[404] . Pero, una vez más, la actividad pensante no constituye la unidad, ni unifica el dos-en-uno; más bien al contrario, el dos-en-uno se convierte otra vez en Uno cuando el mundo exterior se impone al pensador e interrumpe con brusquedad el proceso de pensamiento; entonces, cuando se le llama por su nombre desde el mundo de las apariencias, donde es siempre Uno, es como si las dos partes en las que le ha escindido el proceso del pensamiento se fundieran de nuevo en una. El pensar, hablando desde el punto de vista existencial, es una empresa solitaria, pero no aislada; la solitud [solitudine] es aquella situación humana en la que uno se hace compañía a sí mismo. La soledad [loneliness] aparece cuando estoy solo sin poder separar en mí el dos-enuno, ni hacerme compañía a mí mismo, cuando, como solía decir Jaspers, «me falto a mí mismo» (Ich bleibe mir aus) o, por expresarlo de otro modo, cuando soy uno y sin compañía. Quizá nada indique con más fuerza que el hombre existe esencialmente en plural que el hecho de que su solitud actualice, durante la actividad pensante, la mera conciencia que tiene de sí mismo, que posiblemente compartimos con los animales superiores, en una dualidad. Esta dualidad del yo conmigo mismo hace del pensamiento una actividad auténtica, en la que soy tanto quien pregunta como quien responde. El pensamiento puede llegar a ser dialéctico y crítico porque atraviesa este proceso de preguntas y respuestas, el diálogo de dialegesthai, que realmente es un «abrirse paso a través de los argumentos», un poreuesthai dia tōn logōn[405] , en el cual suscitamos constantemente la pregunta socrática básica: ¿Qué quieres decir con…?, excepto que este legein, «decir», es silencioso y, por lo tanto, tan veloz que resulta difícil percibir su estructura dialógica. El criterio del diálogo mental ya no es la verdad, que exigiría respuestas a mis propias preguntas, bien como intuición, que obliga con la fuerza de la evidencia sensorial, bien como conclusiones necesarias derivadas del razonamiento lógico y matemático, que se basan en la estructura cerebral y obligan con su poder natural. El único criterio del pensamiento socrático es el acuerdo, el ser coherente con uno mismo, homologein autos heautō[406]: su opuesto, contradecirse, enantia legein autos heautō[407] , significa en realidad convertirse en el propio enemigo. Por esto Aristóteles, en su primera formulación del famoso axioma de no contradicción, afirma de manera explícita que puede tomarse como un axioma lo siguiente: «Aquello que necesariamente es y necesariamente debe parecer por sí mismo no es ni una hipótesis ni un postulado. En efecto, la demostración no se refiere a la argumentación exterior [exō logos, es decir, la palabra hablada dirigida a cualquier otro, un interlocutor que puede ser tanto un amigo como un adversario], sino a la que se da en el alma. Pues siempre es posible objetar contra la argumentación exterior, pero no siempre contra la argumentación interior», porque aquí el interlocutor es uno mismo, y yo no puedo querer convertirme en mi propio enemigo[408] . (En este ejemplo puede observarse cómo tal perspicacia, obtenida de la experiencia fáctica del yo pensante, se pierde cuando se generaliza en una doctrina filosófica —«Es imposible que lo mismo se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido»— pues el propio Aristóteles efectúa tal transformación al abordar este tema en la Metafísica) [409] . Una lectura atenta del Órganon, el «Instrumento», como se ha llamado desde el siglo VI a los primeros tratados lógicos de Aristóteles, muestra cómo lo que ahora llamamos «lógica» no se concibió en sus orígenes como «instrumento del pensamiento», del discurso interior realizado «en el alma», sino que designaba la ciencia del hablar y argumentar con corrección cuando se intenta convencer a otros o dar cuenta de lo que afirmamos, comenzando siempre, como hacía Sócrates, con las premisas más fácilmente aceptables por la mayoría de los hombres, o por la mayoría de los que se tienen como los más sabios. En los primeros tratados, el axioma de no contradicción, decisivo en el caso del diálogo interior del pensamiento, no se había establecido todavía como la regla básica del discurso en general. Sólo cuando este caso especial se convirtió en el ejemplo rector de todo pensamiento pudo Kant —que en su Antropología lo había definido como «hablar consigo mismo […] y, por consiguiente, también oírse interiormente»[410]— incluir el mandato de «Pensar en todo tiempo de acuerdo contigo mismo» (Jederzeit mit sich selbst einstimmig denken) entre las máximas que debían tomarse como «mandamientos inmutables para la clase de los pensadores»[411] . En resumen, la actualización específicamente humana de la conciencia en el diálogo del pensamiento del yo consigo mismo sugiere que la diferencia y la alteridad, características dominantes del mundo de las apariencias tal y como es dado al hombre para que lo habite en medio de una pluralidad de cosas, son también las auténticas condiciones para la existencia del yo mental humano, pues, en realidad, este yo existe sólo en la dualidad. Y tal yo —el yo-soy-yo— experimenta la diferencia en la identidad precisamente cuando no se relaciona con las cosas que aparecen, sino sólo consigo mismo. (Por cierto, esta dualidad original explica por qué es vana la búsqueda de la identidad tan en boga. Nuestra actual crisis de identidad sólo podría ser resuelta mediante el hecho de no estar nunca solos y no intentar pensar jamás). Sin esta escisión original, la afirmación de Sócrates sobre la armonía en un ser que, según toda apariencia, es Uno, carecería de sentido. La conciencia de sí no es lo mismo que el pensamiento; los actos de la conciencia de sí comparten con la experiencia sensible el ser «intencionales» y, por lo tanto, actos cognitivos, mientras que el yo pensante no piensa algo, sino sobre algo, y este acto es dialéctico: se desarrolla bajo la forma de un diálogo silencioso. Sin la conciencia, en el sentido de autoconciencia, el pensamiento no sería posible. Lo que el pensar actualiza en su interminable proceso es la diferencia, dada a la conciencia como un hecho puro y duro (factum brutum); sólo en esta forma humanizada la conciencia puede convertirse en la característica externa de alguien que es un hombre y no un dios o un animal. Del mismo modo que la metáfora supera la brecha entre el mundo de las apariencias y las actividades mentales que se desarrollan en él, así el dos-en-uno socrático alivia la soledad del pensamiento; su intrínseca dualidad apunta hacia la infinita pluralidad que es la ley de la tierra. Para Sócrates, la dualidad del dos-en-uno significaba simplemente que, si se quería pensar, debería procurarse que los dos participantes en el diálogo estuvieran en buena forma, fueran amigos. El compañero que viene a la vida cuando se está solo y en estado de alerta es el único de quien no se puede escapar —salvo dejando de pensar—. Es preferible sufrir el mal que hacerlo, porque se puede seguir siendo amigo de la víctima; ¿quién querría ser el amigo de un asesino y vivir junto a él? Ni siquiera otro asesino desearía eso. En definitiva, el imperativo categórico kantiano apela a esta simple consideración de la importancia del acuerdo de uno consigo mismo. Bajo el imperativo de «Obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma, a la vez, ley universal[412]» subyace el mandato de «No te contradigas». Un asesino o un ladrón no pueden querer que «No matarás» y «No robarás» sean leyes universales, pues, lógicamente, temen por su propia vida y sus bienes. Si haces una excepción contigo mismo, ya te has contradicho. En uno de los diálogos socráticos dudosos, el Hipias Mayor, que aunque no fuera de Platón también ofrecería un testimonio auténtico de Sócrates, éste describe tal situación de forma sencilla y exacta. Al final del diálogo, en el momento de volver a casa, Sócrates le dice a Hipias, que había mostrado ser un interlocutor especialmente abstruso: «Eres bienaventurado»; y lo hace comparándolo con él mismo, a quien cuando regresa a casa le espera un compañero muy desagradable, «que continuamente me refuta, es un familiar muy próximo y vive en mi casa». Apenas le oiga hablar de las opiniones de Hipias, le preguntará «si no le da vergüenza hablar de ocupaciones bellas y ser refutado manifiestamente acerca de lo bello, porque ni siquiera sabe qué es realmente lo bello»[413] . En otras palabras, cuando Hipias regresa a casa sigue siendo uno, pues aunque viva solo, no busca hacerse a sí mismo compañía; si bien no pierde la conciencia de sí mismo, tampoco hará nada para actualizar la diferencia dentro de sí. Cuando Sócrates llega a su casa, no está solo, está consigo mismo. Resulta evidente que puesto que viven bajo el mismo techo, Sócrates debe alcanzar algún acuerdo con ese compañero que le espera. Es mejor estar en desacuerdo con el mundo entero que con la única persona con la que se está obligado a vivir cuando se ha dejado atrás la compañía de los otros. Lo que Sócrates descubrió fue que podemos relacionarnos con nosotros mismos igual que con los otros, y que ambos tipos de relación están en cierto modo interrelacionados. Aristóteles, al hablar de la amistad, observó que «el amigo es otro yo»[414]; algo que quiere decir «puedes tener con él un diálogo del pensamiento tan bien como contigo mismo». Esto se mantiene en el seno de la tradición socrática, aunque Sócrates hubiera dicho que el yo [self] también es un tipo de amigo. La experiencia que sirve de guía en estos temas es, evidentemente, la amistad y no la experiencia del yo; primero hablo con otros antes de hablar conmigo mismo, analizo el objeto del diálogo común y después descubro que puedo mantener un diálogo, no sólo con los otros, sino también conmigo mismo. El rasgo común es que el diálogo del pensamiento sólo puede producirse entre amigos, y que su criterio básico, su ley suprema, por así decirlo, reza: «No te contradigas». Es propio de «las personas perversas» estar «en conflicto consigo mismas» (diapherontai heautois), y de los malvados, el buscar compañía; su alma está dividida (stasiazei[415]). ¿Qué tipo de diálogo puedes tener contigo mismo si tu alma no está en armonía sino en guerra? Precisamente éste es el diálogo que pronuncia Ricardo III, el personaje de Shakespeare, cuando está a solas: ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más aquí: Ricardo quiere a Ricardo; esto es, yo soy yo. ¿Hay aquí algún asesino? No; sí, yo lo soy. Entonces, huye. ¿Qué, de mí mismo? Gran razón, ¿por qué? Para que no me vengue a mí mismo en mí mismo. Ay, me quiero a mí mismo. ¿Por qué? ¿Por algún bien que me haya hecho a mí mismo? ¡Ah no! ¡Ay, más bien me odio a mí mismo por odiosas acciones cometidas por mí mismo! Soy un rufián: pero miento, no lo soy. Loco, habla bien de ti mismo: loco, no adules[416] . Pero todo esto adopta un aspecto totalmente distinto cuando, pasada la medianoche, Ricardo escapa a su propia compañía para unirse a la de sus pares. Así: La conciencia no es más que una palabra que usan los cobardes, ideada por primera vez para asustar a los fuertes. […][417] E incluso Sócrates, a quien tanto atraía la plaza pública, debe volver a casa, donde estará solo, en solitud, para encontrar a su otro compañero. He destacado el pasaje del Hipias Mayor, de gran sencillez, porque contiene una metáfora que puede ayudarnos a simplificar —con el riesgo de que lo haga en exceso— las cuestiones difíciles que, por tanto, son susceptibles siempre de complicarse mucho más. Los últimos tiempos han llamado «conciencia» a aquel que espera a Sócrates en su casa. Por adoptar el lenguaje kantiano, debemos comparecer y dar cuenta de nosotros mismos ante su tribunal. Y elegí el pasaje de Ricardo III porque Shakespeare, si bien emplea la palabra «conciencia», no lo hace aquí del modo habitual. La lengua inglesa tardó mucho tiempo en distinguir la palabra consciousness de conscience, y en algunas lenguas, por ejemplo el francés, tal separación no se ha producido. La conciencia moral [conscience], tal y como la entendemos en cuestiones legales y morales, se supone que siempre está presente en nosotros, igual que la conciencia del mundo [consciousness]. Y se supone también que esta conciencia moral nos dice qué hacer y de qué tenemos que arrepentirnos; era la voz de Dios antes de convertirse en lumen naturale o en la razón práctica kantiana. A diferencia de esta conciencia siempre presente, el hombre del que habla Sócrates permanece en casa; él lo teme, como los asesinos, en Ricardo III, temen a su conciencia, como algo que está ausente. La conciencia aparece aquí como un pensamiento tardío que ha sido suscitado por un crimen, como en el caso del propio Ricardo; por opiniones no sujetas a examen, como en el caso de Sócrates; o por los temores anticipados de tales pensamientos tardíos, como ocurre con los asesinos a sueldo de Ricardo III. A diferencia de la voz de Dios en nosotros o el lumen naturale, esta conciencia no nos da prescripciones positivas (incluso el daimōn socrático, su voz divina, le dice sólo lo que no debe hacer); en palabras de Shakespeare, «obstruye al hombre por doquier con obstáculos». Lo que un hombre teme de esta conciencia es la anticipación de la presencia de un testigo que le está esperando sólo si y cuando vuelve a casa. El asesino de Shakespeare dice: «Todo hombre que intenta vivir a gusto […] procura vivir sin ello», y esto se consigue fácilmente, puesto que todo lo que hay que hacer es no iniciar nunca este diálogo solitario y silencioso que llamamos «pensar», no regresar nunca a casa y someter las cosas a examen. Esto no es una cuestión de maldad o de bondad, así como tampoco se trata de una cuestión de inteligencia o estupidez. A quien desconoce la relación silenciosa del yo consigo mismo (en la que examino lo que digo y lo que hago) no le preocupará en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá hacerlo; ni le preocupará cometer cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado al momento siguiente. La gente mala — diga lo que diga Aristóteles—, no está «llena de remordimientos». Pensar, en su sentido no cognitivo y no especializado, concebido como una necesidad natural de la vida humana, como la actualización de la diferencia dada a la conciencia, no es una prerrogativa de unos pocos, sino una facultad siempre presente en todo el mundo; por lo mismo, la incapacidad de pensar no es la «prerrogativa» de los que carecen de potencia cerebral, sino una posibilidad siempre presente para todos, incluidos los científicos, investigadores y otros especialistas en actividades mentales. Cualquiera puede ser conducido a eludir esta relación consigo mismo, cuyo ejercicio e importancia descubrió Sócrates. El pensamiento acompaña a la vida y es, en sí mismo, la quintaesencia desmaterializada del estar vivo; y puesto que la vida es un proceso, su quintaesencia sólo puede residir en el proceso del pensamiento real y no en algún resultado tangible o en un pensamiento concreto. Una vida sin pensamiento es posible, pero no logra desarrollar su esencia; no sólo carece de sentido, sino que además no es plenamente viva. Los hombres que no piensan son como los sonámbulos. Para el yo pensante y su experiencia, la conciencia que «por doquier obstruye al hombre con obstáculos» es un efecto accesorio. No importa cuáles sean las cadenas de razonamientos del yo pensante, el yo [self] que somos todos debe cuidarse de no hacer nada que impida la amistad y la armonía del dos-en-uno. Esto es lo que Spinoza quería decir con «satisfacción de sí mismo» (acquiescentia in seipso): que «puede nacer de la razón y solamente esta satisfacción, que nace de la razón, es la más alta que puede darse»[418] . Su criterio a la hora de actuar no serán las reglas habituales, reconocidas por las multitudes y acordadas por la sociedad, sino el saber si soy capaz de vivir en paz conmigo mismo cuando llegue el momento de reflexionar sobre mis hechos y mis palabras. La conciencia es la anticipación del compañero que te espera cuando regresas a casa. Para el pensador, este efecto moral accesorio es un tema marginal, ya que el pensamiento, como tal, beneficia poco a la sociedad, mucho menos que la sed de conocimiento que utiliza el pensar como instrumento para otros propósitos. No crea valores, no descubrirá de una vez por todas lo que sea «el bien», y no confirma, más bien disuelve, las reglas establecidas de conducta. Su significado político y moral aflora sólo en aquellas situaciones. El hecho de que deba ser capaz de vivir conmigo mismo mientras tenga vida es una consideración que no posee una dimensión política, salvo en «situaciones límite». Este término fue acuñado por Jaspers para describir la condición humana general, inmutable —«que no pueda vivir sin lucha y sin sufrimiento, que yo asumo inevitablemente la culpa, que tengo que morir»—, para dar a conocer una experiencia «de algo que ya señala a la trascendencia, sin dejar aún de ser inmanente», y que, si reaccionamos a ella, «llegará a ser la posible “existencia” que hay en nosotros» [419] . En Jaspers, esta expresión alcanza su sugerente acierto no tanto de las experiencias concretas como del simple hecho de que la vida misma, limitada por el nacimiento y la muerte, es un asunto límite en la medida en que mi existencia en el mundo me obliga de manera incesante a tener en cuenta el pasado, un pasado que no he vivido y un futuro que no alcanzaré a vivir. Aquí la cuestión radica en que, desde que trasciendo los límites de mi vida individual y comienzo a reflexionar sobre el pasado, juzgándolo, y sobre el futuro, creando proyectos de la voluntad, el pensamiento deja de ser una actividad políticamente marginal. Y tales reflexiones aparecen de forma inevitable en las situaciones políticas críticas. Cuando todo el mundo se deja llevar, irreflexivamente, por lo que todos los demás hacen y creen, aquellos que piensan son arrancados de su escondite porque su rechazo a participar llama la atención y, por ello, se convierte en una suerte de acción. En tales situaciones críticas, el elemento de purgación contenido en el pensamiento (la labor de la comadrona socrática, que saca a la luz las implicaciones de las opiniones no examinadas y, así, las destruye: valores, doctrinas, teorías e, incluso, convicciones), es implícitamente político. Pues esta destrucción tiene un efecto liberador sobre otra facultad humana, el juicio, que se puede considerar, con bastante fundamento, la más política de las capacidades mentales del hombre. Es la facultad que juzga particulares sin subsumirlos bajo reglas generales que se enseñan y se aprenden hasta que se convierten en hábitos que pueden sustituirse por otros hábitos y reglas. La facultad de juzgar particulares (descubierta por Kant), la capacidad de decir: «Esto está mal», «Esto es bello», etc., no coincide con la facultad del pensar. El pensamiento opera con lo invisible, con representaciones de cosas que están ausentes; el juzgar siempre se ocupa de cosas y particulares que están a mano. Pero ambas están interrelacionadas de forma semejante a como se interconectan la conciencia moral y la conciencia del mundo. Si el pensar —el dos-en-uno del diálogo silencioso— actualiza la diferencia dentro de nuestra identidad, dada en la conciencia, y por ello produce la conciencia como su subproducto, entonces el juzgar, el subproducto del efecto liberador del pensar, realiza el pensamiento, lo hace manifiesto en el mundo de las apariencias, donde nunca estoy solo y siempre demasiado ocupado para pensar. La manifestación del viento del pensar no es el conocimiento; es la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo. Y esto, en los raros momentos en que se ha alcanzado un punto crítico, puede prevenir catástrofes, al menos para mí.
...