Desarrollo Historico
garaka2219 de Junio de 2014
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La escuela del campo
Para mí, la escuela es el único medio de lograr este objeto esencial. Yo sé muy bien que los primeros misioneros españoles que vinieron a la colonia recién conquistada, animados de un espíritu verdaderamente evangélico, que acababa de inspirar en España la reforma trabajosa del cardenal Jiménez de Cisneros, ministro de los reyes católicos, procuraron con celo ardiente instruir a los indios, no sólo en las nuevas doctrinas de la religión, sino también en las artes liberales.
Con tal mira, se dieron a aprender los diversos idiomas del país, trataron de conocer las costumbres e inclinaciones de estos pueblos, improvisaban una tribuna en medio de los tianguis o mercados, como el padre Benavente, llamado Motolinia, o abrían escuelas como la de Tlaltelolco y de Letrán, en la que el padre Gante enseñaba a los niños convertidos la lectura, la escritura y la música.
El maestro de escuela era regularmente un pobrecillo mestizo que había aprendido a leer en la ciudad, y a quien la miseria obligaba a hacer la última trampa al diablo, como se decía entonces convirtiéndose en maestro de escuela. Además, desempeñaba por necesidad el empleo de sacristán, notario del cura, es decir amanuense, algunas veces secretario del subdelegado o del alcalde, y no pocas, mandadero. Barría la iglesia, arreglaba los ornamentos, confeccionaba las hostias, ayudaba la misa, era cantor, componía el monumento del jueves Santo y el Belén en la Nochebuena, enseñaba a rezar a las novias, doctrinaba a los mancebos, y en sus horas de ocio el infeliz tenía la obligación de divertir al cura, al vicario y a la ama de llaves. ¡Qué dignidad iba a tener un desdichado semejante para ejercer el importante magisterio de la enseñanza! ¡Ni qué tiempo le dejaban tampoco los quehaceres anexos a su empleo, para consagrarse a éste! Apenas podía cantar los rezos delante de sus chicos, azotar a los que podía, y devorar su pobre y amargo alimento, conseguido a precio de tantas bajezas.
El maestro de escuela, con ser un infeliz, criado, como he dicho, del cura y del alcalde y casi siempre pobrísimo y haraposo, es respetado, consultado por los viejos, venerado por los muchachos, y suele ser, si reúne a su empleo el de secretario del juez o alcalde, el oráculo del pueblo, compartiendo este alto carácter con el cura.
El aspecto de la escuela, sí, es tristísimo: una sola pieza grande y cuadrada con una o dos puertas, mal ventilada generalmente; el suelo desnudo, y en los países de la zona caliente, en las costas, es húmedo y malsano. Los niños se sientan en largos bancos, el maestro en una silla de madera tosca, junto a una mesa de encino que apenas tiene un tintero de plomo o un pedazo de botella, y algunos pliegos de papel. Por lo demás, como ahí no se escribe, ni se estudia geografía, ni gramática, ni aritmética, la biblioteca de la escuela se reduce al famoso catecismo de Ripalda y a algunos cuadernos con Alabados para que se canten el día de las funciones religiosas principales.
En pueblos más afortunados, el maestro que suele conocer el idioma del país, les da nociones de castellano, les enseña el alfabeto, les hace decorar en libro segundo, y tal vez los inicia en los misterios de la escritura y del cálculo. En un pueblo de ésos, puede adivinarse desde luego la mejoría de la instrucción, en las discretas conversaciones de los alcaldes, en la vivacidad de los vecinos, en la limpieza y mejor arreglo de los trajes, y en la mayor importancia de la agricultura y del mercado.
El indio nativo de este pueblo, a quien la partida de tropa que pasa coge de leva, suele llegar a sargento, y a veces a oficial; se convierte en guerrillero en tiempo de guerra civil, y no es difícil que trate de potencia a potencia con el hacendado de las cercanías o con el prefecto del distrito. Cuando hace el comercio en las ciudades, no lleva a ellas carbón, leña, frutas
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