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FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA


Enviado por   •  21 de Febrero de 2015  •  3.007 Palabras (13 Páginas)  •  329 Visitas

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FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA: El signo de la cruz en las empuñaduras de las espadas

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.Tempestades horribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscara de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría la acecho. Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del Juicio Final arrasaran el mundo, según creían los hombre del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traería cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, asombrosamente multiplicado.América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada de Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar de libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan jamás… También hay en esta isla de perlas del más puro gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra. La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera y ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de metales preciosos, medio pago para el tráfico comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y Tiro.España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 fue el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en el suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero esta era una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año, 1492, ciento cincuenta mil judíos declarados fueron expulsados del país.España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter sagrado a las conquistas de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra. Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados de España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certificados que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere…» (Daniel Vidart, ideología y realidad de América, Montevideo, 1968). América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquistas, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas». Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y « harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas « unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo a la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos ello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoros, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso». En

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