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Cuento Corto Montaña Adentro


Enviado por   •  26 de Mayo de 2014  •  4.538 Palabras (19 Páginas)  •  332 Visitas

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MONTAÑA ADENTRO

1

Un crujido seco y la máquina cortadora de trigo tumbóse a un lado. A pesar del empuje de los bueyes que inclinando la cerviz hundían en la tierra las patas tensas por el esfuerzo, la máquina quedó inmóvil.

--Parece que s'hubiera quebrao algo--dijo el que dirigía la yunta.

--Así no más parece --contestó Segundo Seguel desde lo alto de su asiento, al par que miraba afanoso por entre la complicada red de hierros. Luego bajó de un salto a tierra, se estiró, desentumeciendo los músculos, agregó:

--Güen dar con el asiento duro; tengo el cuerpo toíto molío.

Apoyado en la picana, el otro lo oía indiferente.

--Nos llegó, compañero. Es la ruea grande la que se quiebró. Veni'aguaitarla, me parece qu'esto no lleva remedio.

Tendidos de vientre sobre el suelo, los dos hombres examinaron largamente la avería. Ya en pie, se miraron perplejos.

--Hay qu'ir avisar--dijo Segundo Seguel.

--Mal trago.

--Y tan remalo.

--Mejor será que desenyuguemos y vamos los dos.

--Ya está.

Seguían el rastro: adelante los bueyes, atrás ellos, preocupados por el enojo del administrador, que estallaría bravo cuando supiera el percance. Ondulaba el trigal impulsado por el puelche. Abajo, en la hondonada, el río Quillen regañaba en constante pugna con las piedras. El agua no se veía oculta entre los matorrales y eran éstos a lo largo del trigal como una cinta verde que aprisionara su oro. De roble a roble las cachañas se contaban sus chismes interminables, riendo luego con carcajadas estridentes terminadas en i. En la vega que se extendía más allá del río roncaba jadeante el motor, lanzando al cielo su respiración grisácea. Se detallaban ya los trabajadores que silenciosamente hacían la faena. Ni un canto ni una risa, ni una frase chacotera salía de sus labios. Harapientos, sucios, sudorosos, iban y venían con cierto mecanismo en los movimientos que les daba aspecto de autómatas: hasta el mirar angustiaba por la falta de espíritu. Autómatas y nada más eran aquellos hombres que el administrador vigilaba desde una ramada. Que alguno perdiera el equilibrio de su mecanismo y la frase cruel lo flagelaba:

--¡Así no, pedazo de bruto!

Lo temían. Seguro de su omnipotencia, irascible, cualquier falta lo hacía despedir al trabajador. Y era eso lo que más temían, prefiriendo acatar todas sus arbitrariedades antes que perder el puesto. En los tiempos difíciles que corrían costaba encontrar trabajo y más aún conseguir puebla en algún fundo.

En viendo a los dos hombres, don Zacarías se alzó amenazador.

--¿Qué les pasó?

--Na, patrón--contestó con voz insegura Segundo Seguel.

--¡Cómo que nada!... Y entonces, ¿por qué se vinieron?

--Es que la ruea grande e la máquina se quiebró por el eje--explicó con voz entera Juan Oses, mirando bien de frente al administrador.

--Se quebró... Se quebró... La quebrarían ustedes, rotos de miéchica... Apostaría que echaron la máquina por las piedras. ¿Es que no tenís ojos vos pa' mirar por onde echái los güeyes?

En su ira, para mejor darse a entender, acudía a los modismos de ellos.

--La máquina queó onde mesmo se averió. Vaiga a verla y se convencerá de que no ha chocado con nenguna pieira.

--Entonces seríai vos, que manejaste mal las palancas--hablaba ahora a Segundo, que entontecido por su mirada roja de ira, con movimiento de péndulo movía acompasadamente el cuerpo.

--No ha sío na tampoco él; la rotura es en la ruea, por el lao del eje --contestó Juan Oses viendo que el otro se callaba.

--Vos cerrái tu hocico, fuerino sinvergüenza. Vamos al alto y pobre de ustedes como hayan piedras... Sinvergüenzas...

Montó rápido a caballo, partiendo al galope. Se perdió entre las quilas que festoneaban el río, apareciendo en la subida fronteriza como un móvil punto obscuro que alejándose se empequeñecía. Los hombres lo siguieron por un atajo.

Lo encontraron gateando bajo la máquina al par que lanzaba sordas exclamaciones de amenaza. Convencido de que la rotura no llevaba remedio, se puso de pie haciendo jugar las palancas: funcionaban todas. Buscó entonces bajo las ruedas y en el rastro la piedra que pudiera haber motivado el percance: no había ninguna. Volvióse entonces a los hombres con la mirada más negra aún:

--El tonto soy yo, que busco las piedras, como si antes de avisarme no las hubieran sacado. Den gracias a que tenemos que cortar a mano, si no los despedía al tiro. Toma mi caballo, Juan, y ándate al galope a Radalco a decir que mañana de alba manden la otra máquina, y tú, Segundo, anda llamar a los medieros que están en el potrero quince y diles que se vengan para acá a cortar. Hay que terminar hoy con este potrero, no nos vaya a llover.

--Quea hartazo trigo parao entoavía --se atrevió a observar Segundo.

--Se trabaja hasta tarde. Si no fueran una tropa de flojos a las ocho podrían terminar. Ya está. Váyanse...

En distintas direcciones partieron los hombres. Quedó solo el administrador mirando con ojos torvos la máquina inservible. Una fila de carretas emparvadoras lo sacó de su abstracción. Avanzaban lentas, balanceando el alto rombo de gavillas; sentado sobre ellas, el emparvador dirigía la yunta con gritos guturales. Un quiltro de raza indefinible seguía el convoy: era un perrillo joven con cierta gracia ingenua en los movimientos y una luz de alegría en los ojillos redondos. Dando saltos que torcían de lado su cuarto trasero, llegóse al administrador olfateándole los zapatos. Con un formidable puntapié lo envió el hombre lejos, dolorido y aullando. Largo rato aún, entre los tumbos de las carretas y las voces de los emparvadores, se oyó el llorar del perro que se alejaba cojeando.

Una bandada de cachañas se posó en un roble.

--¡Aquí! ¡Aquí! --gritaban, contestándole otra bandada desde el monte.

--¡Sí! ¡Sí!

--¡Allí! ¡Allí! --y ya todas unidas bajaron a tierra en busca de los granitos de trigo que tras ellas dejaran las carretas.

Oleaba el trigal rumoroso y sobre su oro dos mariposas de púrpura se perseguían, para luego no ser más que una, temblorosa y flameante.

Por ser noche de luna, pudo trabajarse hasta las nueve; a esa hora tocó descanso el motor y los peones se alejaron en grupos camino de la rancha. Iban silenciosos y de prisa, impelidos por el hambre que arañaba sus estómagos. Nueve horas de rudo trabajo habían desgastado sus energías y necesitaban reponerlas con alimento y reposo.

El camino polvoriento, blanco de luna, tenía a cada lado una barrera de palos, troncos de árboles enterrados uno junto

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