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Viaje A Las Semillas


Enviado por   •  16 de Junio de 2013  •  2.989 Palabras (12 Páginas)  •  585 Visitas

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— ¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no

respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta

un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas,

cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los

picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de

madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas

que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto—

cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y

papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de

serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y

el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el

traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en

horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa

y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de

cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado,

con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y

bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los

rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de

hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron

escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más

fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían

alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo

llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída

balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La

Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin

persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las

hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus

tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la

noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía

aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras

desorientadas.

II Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,

volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la

tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las

murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los

tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.

En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas

juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en

lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus

proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo

más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a

abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones,

un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y

gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de

cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho

acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera

derretida

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su

tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon,

arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en

la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los

pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los

daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico

movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor.

Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre

Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo

reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo,

aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de

pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se

levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba

sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco

después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche

cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la

consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres

de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa.

Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al

compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en

los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y

desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones,

apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del

tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos

desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir

el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado,

yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre

de carne se hacía hombre de papel.

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