CASO EL HORNERO
Enviado por gelahasselmann • 13 de Noviembre de 2011 • 4.732 Palabras (19 Páginas) • 1.854 Visitas
EL HORNERO: ¿MARINERA O CUECA?+
Enero de 2008. Parado frente a su local de “El Hornero” en Chorrillos, inaugurado en diciembre de 2000, Armando Tafur aprecia la prosperidad y el éxito logrados, y toma conciencia de que debía crecer, pero no sabe si al norte o al sur.
En 2000 tenía muy bien posicionados dos locales, uno en Chorrillos y el otro en San Isidro, con un mercado adecuado y segmentado, en los que atendían a sus clientes no solo de la zona sino también de otros distritos. Pero era ya hora de pensar en grande, posicionarse en un lugar estratégico pero retador, innovador y muy competitivo, reto en el que Armando Tafur pudiera demostrar su visión emprendedora.
REVOLUCIÓN EN LA COCINA PERUANA
Como es fácilmente comprobable (según edición 11 de revista Gourmet Entremeses), la cocina peruana sufrió una gran transformación —para algunos una verdadera revolución— en la década de 1980, que la ubicó, a decir de los conocedores, en los primeros rangos gastronómicos del mundo. A este gran cambio contribuyeron tanto los cocineros populares, por definición autodidactos, como los chef egresados de las grandes escuelas culinarias europeas y americanas que regresaron al país a demostrar su talento y sus innovadoras técnicas.
Fueron los cocineros nikkei quienes rompieron los fuegos en la década de 1970 con una imparable oferta de pescados y mariscos que hizo saltar la tapa de la olla: trajeron un cebiche fresco, casi crudo, desarrollado en cien variantes, pescados rellenos, caracoles de mar en sillau, pulpo en salsa de aceitunas, calamares rellenos y, en fin, un respetable repertorio de platos marineros que tuvieron una aceptación fulminante en la sociedad limeña y pusieron de moda la cocina nikkei durante todo el decenio de 1980.
LOS DE ABAJO
Casi todos los chef nikkei eran peruanos autodidactos, como la mayor parte de los cocineros de nuestro país. Curiosamente, una buena parte de los que laboraban en conocidos restaurantes provenían de Corongo, un pequeño pueblo en la serranía del departamento de Áncash, tal vez porque los ancashinos conservaron una tradición técnica culinaria que se está perdiendo en otros lugares. Pero también estaban los norteños, grandes especialistas en pescados y mariscos, que llegaron a Lima llevados por las grandes oleadas migratorias de la década de 1970 y trajeron novedades como el tiradito norteño, luego modificado por los nikkei.
Así, estos chef autodidactos —algún chalaco descendiente de italiano, alguna cocinera criolla, alguna inspirada guisandera morena—, acicateados por la competencia de los nikkei, se dedicaron a desarrollar nuevos platos tomando como material privilegiado los pescados y mariscos en los que es pródigo nuestro mar, y propusieron nuevos sabores al paladar limeño. Ellos prepararon nuevas variedades de cebiches y tiraditos, agregándoles salsas fantásticas y sabrosas, elaboradas, por ejemplo, con ají amarillo, o con licuado de lechuga, con queso parmesano o con pimientos, y hasta leche.
Ellos mismos comenzaron a sustituir los tradicionales rellenos de origen morisco a base de carne picada, por sabrosos mariscos: así surgieron la papa rellena con tuco de mariscos, los tamales rellenos con uña de cangrejo (o con pulpo), los rocotos rellenos de camarones, el arroz tapado con mariscos, el tacu-tacu relleno con mariscos (también llamado “a la chancayana”) y, desde luego, el cau-cau de mariscos, el cau-cau de langostinos reventados, el arroz chaufa de mariscos, el arroz con mariscos al olivar, los diversos picantes de mariscos, y platos creativos de nombres fantásticos como el strudel de lenguado y mariscos, el krakatoa al olivar, la orgía de mariscos, los fetuccini maricuccini, o el lenguado en salsa andina, por mencionar unos pocos.
Además, establecieron verdaderas cadenas de restaurantes populares, ayudándose unos a otros de acuerdo con las mejores tradiciones andinas, y crearon así auténticos restaurantes-escuelas culinarios (ejemplo, escuela de chef en PPJJ Pachacutec, propiedad de Gastón Acurio) en los que, empezando desde abajo, todo aquel que tuviera talento gastronómico y empuje empresarial podía aprender lo suficiente como para tener luego su propio restaurante. Estos restaurantes populares de pescados y mariscos proliferaron en algunos distritos industriales como Chorrillos y el Callao, apoyados por una clientela de empresarios de buen diente que buscaban el “huarique” o “huequito” sencillo y de bajo precio pero de comida exquisita, y cerca de sus centros de trabajo.
En Chorrillos surgieron cebicherías como “Sonia”, “Luchita” o “El Rincón del Gallero”, y en el Callao, “Ah-Gusto”, “Rosita” y “Francesco”, copiosamente imitados en los distritos de la capital. Por lo general, estos atendían solo almuerzos, pues la mayor parte de su clientela no habitaba en la zona, y por aquella costumbre muy limeña, que los extranjeros no llegan a comprender, según la cual el cebiche debe comerse solo al mediodía, nunca en la noche.
LA REVOLUCIÓN DE LOS PITUCOS
“¡Papá, quiero ser chef!”. Durante muchos siglos el oficio de chef ha estado reservado a los estratos inferiores de la sociedad peruana: era cosa de negros, cholos y chinos, y de preferencia mujeres. El dueño de casa jamás se aparecía por la cocina, pues “ese no era su lugar”; si lo hacía levantaba murmullos entre la gente de su condición como persona “muy especial”, y hasta podía ser señalado como un homosexual solapado. La sociedad machista criolla solo aceptaba que el señor de la casa se aventurase en la cocina los domingos, para preparar algún antojo muy especial, un plato quizá francés o italiano, con ingredientes carísimos como trufas, caviar, morillas o prosciutto, con aceite de oliva importado y, desde luego, flambeado al cognac. Nada que ver con la cocina de diario. Y si al señorón se le antojaba hacer un plato criollo, no escatimaba ingredientes y le ponía lo mejor y lo más caro: camarones del Majes, azafrán, alcaparras, trucha ahumada… ¡Así cualquiera!
Por este mismo prejuicio señorial y racista, la cocina peruana era tenida en menos por la clase burguesa, cuya visceral huachafería la inclinaba más bien hacia la gastronomía francesa o, en todo caso, a la mediterránea. A eso se debe sin duda que nuestra comida no haya sido convenientemente difundida a escala internacional, aun cuando ya era, en razón de sus méritos, la mejor de América. Hasta hace apenas una década casi no había libros de cocina peruana, sino meros recetarios populares, mal escritos, peor editados, chabacanos; nada que se compare a los centenares de enjundiosos libros ilustrados que exhibia la cocina mexicana, por ejemplo, para no hablar sino de la otra
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