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NUESTROS MIEDOS


Enviado por   •  17 de Julio de 2014  •  12.440 Palabras (50 Páginas)  •  347 Visitas

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NUESTROS MIEDOS

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

“Mi corazón se estremece en mi interior,

me asaltan pavores de muerte;

miedo y temblor me invaden,

un escalofrío me atenaza” (Salmo 55, 5-6).

“Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman que ninguna otra hay más propicia a trastornar nuestro juicio. En efecto, he visto muchas gentes a quienes el miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más seguros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra terribles alucinaciones” (Montaigne, Ensayos, cap. XVII).

Uno de los problemas ineludibles de la vida afectiva y espiritual es el miedo, pasión fundamental y, en muchos casos, muy difícil de manejar. No nos referimos a todo temor; hay temores buenos, sanos y necesarios a nuestra naturaleza. El susto ante un peligro verdadero es una reacción espontánea y saludable; a través suyo funciona nuestra natural afición de supervivir. La falta de temor, es decir la “impavidez”, es, por eso, o un síntoma enfermizo o un vicio; es cierto que sin ser muy frecuente tal distorsión afectiva puede darse hasta cierto punto; de niños hemos leído el conocido cuento de los hermanos Grimm del “hombre que no sabía lo que era el miedo”. Se da en parte en los que juegan con el riesgo, a quienes la Sagrada Escritura recuerda: “Quien ama el peligro, perecerá en él” (Sir 3, 26). Ahora tratamos del temor desbocado o incluso simplemente exagerado, que es un notable problema, a menudo con serias consecuencias espirituales y psicológicas.

Santo Tomás dedicó a esta pasión un lugar destacado en su exposición teológica: nada menos que cuatro cuestiones de la Suma Teológica, con un total de 16 artículos, lo que cualquier conocedor de la obra del Aquinate sabe que es una respetable dimensión .

Nuestra sociedad vive llena de temores y de miedos: a la muerte, a la enfermedad, al hambre, a la carestía, a la guerra, a la delincuencia, a la falta de trabajo, a las catástrofes naturales, al fracaso, etc. Una inadvertida consecuencia del miedo es el ritmo febril de nuestras actividades y pensamientos, que dejan esa sensación de que la vida se nos pasa volando, sin tiempo para el ocio intelectual, es decir, para pensar y reflexionar. En efecto, el hiperactivismo que caracteriza al hombre moderno tiene un nombre propio: se llama “fuga”. Escapamos de pensar en la eternidad, en el sentido de la vida y de la muerte, en el misterio del dolor, en nuestra finitud, en Dios, en nuestro destino post-mortal, en nuestra misión en el mundo. Nuestras tremendas ocupaciones, a menudo no son más que excusas para no pensar qué somos y qué llegaremos a ser porque nos asuntan estas verdades. Vivimos con miedos; el temor alienta muchos de nuestros actos; a cada instante estamos amedrentados de tener que pensar qué sentido tiene lo que estamos haciendo (¡porque tenemos mucho miedo de descubrir que, en realidad, muchos de nuestros afanes carecen de sentido!). Y sin embargo, tarde o temprano deberemos enfrentar esta realidad; de ahí que debamos aprender a resolver nuestros miedos.

1. Esa pavorosa realidad

Si bien muchos de nuestros miedos son conscientes, quizá la mayoría de ellos pasan desapercibidos a nuestros propios ojos. Lo que no significa que sean inocuos: aunque seamos inconscientes, nuestros temores actúan condicionando nuestro carácter, limitando nuestros actos y bloqueando una importante parte de nuestra personalidad.

El Diccionario de la Real Academia Española define el miedo como una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”; los antiguos lo describían como una pasión del apetito irascible que nos aleja del mal arduo y futuro, cuando lo consideramos más o menos imposible de resistir. El “Diccionario ideológico” de Julio Casares establece algunos términos asociados, como temor, recelo, aprensión, pánico, canguelo, espanto, pavor, terror, horror, fobia, susto, alarma, peligro o pánico .

Esta intensa emoción afecta la función de la sensibilidad que nos capacita para luchar y superar las dificultades (que designamos con el nombre de “irascible”); es “una defensa organizada frente a estímulos que rompen el equilibrio fisiológico” ; sólo que en lugar de empujarnos a prevalecer sobre algún obstáculo, el miedo dispara un mecanismo de huida, de paralización o de rendición. Esto ocurre cuando algo se presenta, al mismo tiempo, como futuro y muy difícil (más aún si parece imposible) de superar. Si ese mal ya estuviese presente, nuestro sentimiento sería, en cambio, de dolor o tristeza; si, por el contrario, lo percibiéramos como superable, se despertaría en nuestro interior la pasión de la audacia.

Algunos de nuestros miedos son “innatos”, o mejor dicho, “ligados a nuestra naturaleza”, parte del sistema de autodefensa de nuestro organismo; de ahí que tales miedos se den, con mayor o menor intensidad, en todas las personas, aunque pueden ir superándose con el tiempo y con el trabajo educativo del carácter. Otros miedos son, por el contrario, “aprendidos”, es decir, surgidos de experiencias traumáticas (accidentes, catástrofes naturales, o traumas emotivos tales como humillaciones, abandonos, etc.) a partir de las cuales surge el temor de que se repitan; los estímulos que pasan a relacionarse con aquellas experiencias disparan la reacción temerosa (quien estuvo en un terremoto, se siente más tarde perturbado ante una vibración de las paredes, incluso cuando ésta tal vez sea producida por el paso de un camión por la calle). También podemos hablar de miedos “transmitidos” o “contagiados”, pues este modo de reaccionar se aprende a menudo de los que nos rodean; por eso, muchos padres medrosos hacen que sus hijos terminen por ser, también ellos, inseguros y temerosos.

El miedo es una reacción psico-somática causada por la percepción de un mal amenazante. Aristóteles dijo con acierto que nace de la “fantasía del mal futuro corruptivo o aflictivo” . La percepción es su causa mientras que la transmutación psico-somática es su efecto. Nace, pues, de la percepción de algo que amenaza con dañarnos grandemente; esta percepción puede ser real (si vemos a una persona que avanza hacia nosotros con un garrote o escuchamos el ruido de una ventana que está siendo forzada desde el exterior) o imaginaria (cuando nuestra fantasía proyecta imágenes morbosas y espantos nocturnos); a menudo las percepciones reales se cargan de tintes extras por causa de la imaginación, y así la vista del ratero a quien sólo interesa nuestra billetera nos puede parecer la amenaza del asesino serial dispuesto a beberse nuestra sangre. La fantasía puede, y suele, dar al mal temido un peso superior a la realidad:

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