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Colombia Amarga


Enviado por   •  25 de Marzo de 2013  •  5.053 Palabras (21 Páginas)  •  779 Visitas

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COLOMBIA AMARGA

Colombia Amarga (1976) es la recopilación de las crónicas escritas en la primera etapa de trabajo de Germán Castro Caycedo (1940-), periodista oriundo de Zipaquirá, Cundinamarca. Su labor, ampliamente reconocida en Colombia, es, en su opinión: “el testimonio de este sabor amargo que me deja el haber recorrido a Colombia casi semanalmente durante siete años”. Ese arduo itinerario que lo lleva a visitar diversas regiones del país y develar en ellas verdades olvidadas, hacen de Castro Caycedo un hombre valiente, que no teme hablar sobre la realidad, tal cual es, en nuestro país.

Crónicas que muestran la crudeza con que la violencia se esparce indiscriminadamente entre los colombianos; crónicas que describen el poder de la naturaleza manifestándose contra el hijo que la destruye en nombre del progreso; crónicas que denuncian la realidad del hampa y de la niñez que sobrevive en las calles; crónicas que muestran un sorprendente desprecio por la vida y dignidad humanas; crónicas que se revelan contra la corrupción y el olvido en que el Estado ha sumido a cientos de compatriotas a lo largo y ancho de nuestro territorio.

Endemia colombiana: la violencia

Inicialmente, diez reportajes abren el panorama de Colombia Amarga; en ellos, Castro Caycedo deja abierta una noción de la endemia colombiana: la violencia que históricamente ha transitado por estas tierras desde los tiempos de la invasión de los europeos; la violencia que ha prevalecido de manera patética hasta nuestros días, tiempo en el que Colombia se presume una república independiente.

Tal violencia se manifiesta a través de disputas políticas, del dominio descarado de las tierras campesinas, de un odio indiscriminado hacía los indígenas, del afán de las multinacionales por expandir su campo de acción y explotar todo recurso vital, del narcotráfico, del hampa en las calles, de la corrupción administrativa, del abandono estatal y el olvido de regiones recónditas.

Todo esto encrudece el drama de miles de compatriotas colombianos, que al verse y sentirse desprotegidos por el Estado, abandonan sus tierras en busca de una mejor vida en otros sitios, principalmente en las ciudades, optando por vías nada fáciles y muchas veces ilegales, haciendo ver el problema del desplazamiento como un círculo vicioso que no tiene aparente solución. La violencia en Colombia ha sido acentuada con mayor fuerza desde aquella época en que fue asesinado uno de los caudillos más grandes del país, Jorge Eliécer Gaitán y, desde entonces, no ha dejado de ser parte de nuestra cotidianeidad. Veamos como Castro Caycedo experimentó esos rasgos de violencia en su constante transitar por el país.

Un par de pueblos en Risaralda –La Celia y Balboa-, en los años setentas, aún se mataban entre ellos por la disputa ideológica de liberales y conservadores. Ninguno de los dos bandos reparó por la vida del otro, y ninguno vaciló a la hora de ver eliminado a su rival. La lucha “política” resultó muy absurda, concretamente por el hecho de pelear por los intereses de unos pocos, aquellos que ostentaban el poder, y que podían sacrificar las vidas de sus adeptos en pro de la hegemonía. Es triste ver cómo la violencia se dispersó sin una razón coherente, pues los partidarios de estos grupos políticos defendieron tan sólo un par de colores, desconociendo el sustento ideológico de los mismos.

En Caicedonia, en el Valle del Cauca, también alrededor de 1970, se luchaba en una guerra entre liberales y conservadores. Las tierras de este pueblo son ricas e ideales para el cultivo del café –cuyo grano es apetecido por su dulce sabor, y ha hecho de Colombia un país popular ante el mundo-. Sin embargo, la violencia no permitió que la región prosperara en paz, pues los líderes de los partidos que ya mencionamos, se disputaban estas tierras fértiles, buscando saciar sus comodidades. Los campesinos permanecieron allí explotados, ignorantes e impotentes para ejercer alguna resistencia. Los gamonales de cada grupo político poseían control absoluto sobre la región, y su poder era tal, que se podían dar el maléfico lujo de elaborar listas negras, en donde se escribían contendientes a eliminar.

El Genocidio Sigue, es el título de otra de estas crónicas sobre la violencia. En San José del Guaviare, en donde miles de hectáreas de selva han desaparecido para que el colono pueda civilizar el lugar, la población tiene el espejismo de ser una zona próspera por la producción de arroz. La gente que vive en la región, proviene de diversas partes de Colombia, y llegaron allí en busca de trabajo. En efecto, consiguieron trabajo como cultivadores de arroz, pero al tratar de vender sus cosechas, los intermediarios y especuladores acechaban sus mercancías para ofrecerles y pagarles sumas miserables, mientras éstos las revendían a cifras muy superiores a las agencias oficiales.

Charlatanes provenientes de los Estados Unidos vienen a agravar la situación con el cuento del diezmo y de la biblia, esclavizando al campesinado. Misioneros adventistas, iglesias de Cristo, la Pentecostal Unida, entre otras, buscaron, en medio de la ya dramática situación, sumar adeptos a sus filas, prometiendo la solución total a sus problemas. Al ilusionarse con el mágico incremento de cosechas, curas a enfermedades, y la solución de otros problemas que los afligían, los campesinos accedían a entregar su diezmo, creyendo asegurar la salvación de sus almas, mientras sus vidas corrían precarias en medio de las malas inversiones estatales.

“La matanza de la Rubiera” es otra muestra de la crudeza con que la violencia ha impregnado en la conciencia colombiana. Seis campesinos de Arauca, cerca de la frontera venezolana, alimentados por un odio ancestral, históricamente irracional, proveniente de los primeros días de la conquista española, fueron capaces de matar a 18 indígenas en el verano de 1967. En el imaginario del mestizo se encuentra arraigada la idea de que el indígena es un ser malvado por naturaleza y posee intenciones perversas para quienes no son como ellos.

Por un odio injustificado como este, los seis personajes planearon una matanza brutal para deshacerse de los indios, que venían en son de amistad. Con cuchillos, balas y golpes fueron ultimados, y luego incinerados. El crimen no quedó impune y los culpables purgaron su condena en la cárcel. Los campesinos agresores aprendieron allí que los indígenas son humanos, que merecen un trato igual de justo al de cualquier otro hombre. Sin duda, otro caso triste en el que tienen que ocurrir hechos crueles para aprender a enfrentar una realidad cegada por el odio.

La violencia contra la naturaleza

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