El Perro Del Regimiento
Enviado por YTAY0466 • 3 de Mayo de 2014 • 2.546 Palabras (11 Páginas) • 415 Visitas
El perro del regimiento
(Daniel Riquelme)
Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo. Perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos.
Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.
Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel; causa era de grandes alborotos y por ellos tratase en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.
Se cuenta que Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria que en el día memorable del Alto de la Alianza conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quien pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga. Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual del Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...
Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, sobre todo cuando nada hay que esconder.
Al entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento Coquimbo no sabía a qué atenerse respecto de su segundo jefe, el comandante Pinto, pues días antes solamente de la marcha sobre Tacna había recibido un ascenso de mayor y su nombramiento de segundo comandante.
Por noble compañerismo, deseaban todos los oficiales del cuerpo que semejante honor recayera en algún capitán de la propia casa, y con tales deseos esperaban, francamente, a otro. Pero el ministro de la guerra en campaña, a la sazón don Rafael Sotomayor, lo había dispuesto así.
Por tales razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Agüero fue recibido con reserva y frialdad en el regimiento. Sencillamente, era un desconocido para todos ellos; acaso sería también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario? ¿Dónde se había probado?
Así las cosas y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego no sólo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.
Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y mortalmente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde iba a de ser el héroe feliz de Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.
En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del destino!— al segundo jefe; por lo que el regimiento se preguntaba con verdadera ansiedad qué haría Pinto Agüero como primer jefe.
Pero la expectación, por fortuna, duró bien poco.
Luego se vio al joven comandante salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de las unidades que lo miraban ávidamente, llegar al sitio que le señalaba su puesto, la cabeza del regimiento, y seguir más adelante todavía.
Todos se miraron entonces, ¿a dónde iba a parar?
Veinte pasos a vanguardia revolvió su corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de los suyos, ordenó el avance del regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.
La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzóse impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño de llegar a su lado.
El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y subalternos, rodeando su caballo herido, lo aclamaron en un grito de admiración.
Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos, había atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.
Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el niño mimado del regimiento.
Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.
Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño de perro.
Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según los rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción que acaso él mismo calificaba de distinguida.
Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima.
Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla.
Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a campaña.
No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de las cuadras: de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz, como un tambor de la banda.
Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.
¡Pobre Coquimbo!
¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que a él le aguardaba!
La
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