El Tunel.
Enviado por icastril • 17 de Agosto de 2014 • Tesis • 2.873 Palabras (12 Páginas) • 239 Visitas
EL TUNEL
Yo soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque nadie sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase “todo tiempo pasado fue mejor” no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar y preferir los hechos malos y, así, casi podría decir que “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza.
A pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas inexplicables. No sé ahora qué le dije en aquel momento, pero recuerdo que ella me respondió que debía irse.
Era casi de madrugada cuando decidí volver a casa. No recuerdo cómo, pero a pesar de esa decisión (que recuerdo perfectamente), me encontré de pronto frente a la casa de Allende. Lo curioso es que no recuerdo los hechos intermedios.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto.
Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto que sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir con él:
—¿A dónde? —le pregunté.
—A un cóctel de la Sociedad —respondió.
—¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven. Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad.
—La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: “¿qué otra chifladura le está empezando a este tipo?”
(…)
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.
Bueno les relatare informalmente relato en forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me pareció siempre detestable.
No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean.
Yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos.
Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsuelo, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse,
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