El elefante invisible

El elefante invisible

“Elephant”^[1] es el símbolo de la obviedad convertida en invisible. El adolescente como un elefante avasallante, enorme, incapaz de domar (o dominar) que los adultos decidieron ignorar. Como diría la psicopatologización, un adolescente que reivindica su trastorno esquizofrénico.

La película “Elephant” nos muestra a diferentes adolescentes, desde diversas perspectivas, desprovistos de las presencia del adulto que casi ni aparece en escena, minutos antes de lo que sucedió en la llamada “Masacre de Columbine”^[2], en el año 1999 en Estados Unidos.

Quizás el ejemplo más evidente de la falta de modelos de identificación para esos adolescentes sea el caso de John. La película comienza mostrando a este y a su padre, camino a la escuela. John le pide a su padre que se baje del auto para poder conducir dado que se encuentra en estado de ebriedad. Un adolescente a cargo de un adulto. Un padre que no puede sostenerse a sí mismo (literal y metafóricamente) y mucho menos a su hijo.

El no poder encontrar un modelo de identificación en el mundo adulto que los guié y los proteja (más allá de sus padres), lleva a los adolescentes a sentir un vacío existencial y a no poder pensar en un  “futuro”, quizás mejor o prometedor. Un ejemplo de lo expuesto es el caso de Britanny, Jordan  y Nicole. En la película, estas chicas se muestran preocupadas por su imagen, en la hora del almuerzo, donde nada comen y sin embargo, terminan en el baño vomitando. En un diálogo podemos advertir como Jordan se queja de su madre, estableciendo que es invasiva, que revuelve sus pertenencias en busca de algo. Ese adulto se convierte así en una presencia amenazadora, y  conduce al adolescente a la imposibilidad de constituir, como dice Beatriz Janin^[3], un “YO CULTURAL”.

Todo adolescente necesita de espacios reales, como por ejemplo la escuela, que permita la construcción de su propia subjetividad. Y se trata de una subjetividad que no se despliega en un tiempo lineal sino atemporal: en el aquí y ahora. Se trata de un tiempo que se nutre del pasado (a través de los padres) que desea avanzar a un futuro pero buscando transgredir todo presente. Una metáfora de lo establecido es la escena donde Alex, protagonista de la masacre, toca en el piano una pieza de Beethoven en una habitación empapelada de dibujos a lápiz, mientras que su compañero, Eric, juega a matar personas en  los videojuegos.  En ambos vemos la expresión de su subjetividad construida frágilmente, sin el eslabón más importante: la presencia del OTRO.

Es la escuela un lugar importante como ese OTRO que permite a los estudiantes mantener la esperanza de un futuro necesario y distinto. Un espacio donde se produce la interacción no solo con los pares sino con otras generaciones que respaldan, previenen y muestran un camino para evitar quedar fuera. Si ese camino es entorpecido, e incluso, si el adulto es incapaz de guiar al adolescente, desembocamos en lo que Rubén Efron^[4] denomina, una de las consecuencias más negativas: la exclusión. Retomando el análisis de la película, Eric y Alex, quienes llevaron a cabo la masacre de pares y docentes dentro de la escuela, son los excluidos. Observamos una institución que nada advierte de lo sucedido, y muchos menos, lo espera. Un “adultismo” incapaz de ver al joven más allá de un rol como alumno desprovisto de toda subjetividad, imposibilitado de escuchar  y atender a las necesidades que se les presenta. Como establece Mariana Chaves^[5], un bloqueo generacional. En una escena se ve como Alex es agredido por sus pares en presencia del docente que nada ve; en otra, John llega tarde a la escuela siendo advertido por un adulto que le reclama obediencia (subordinación) a las normas sin cuestionar el motivo de la transgresión. Nada se pregunta, nada se escucha sólo se reclama un ser obediente.

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