Lira
Enviado por diegoboya • 24 de Agosto de 2012 • Informe • 3.777 Palabras (16 Páginas) • 361 Visitas
Lira, mecía al niño en sus rodillas y le enseñó a hablar no con acento de niño, sino de hombre culto. El chiquillo se quedaba mirando a su padre con los ojos grandes y cambiantes de su madre, pero en este caso aquella mirada era mística y elocuente. Por otra parte, a Tulio le complacía que su hijo se le pareciera. Estaba convencido, cuando Marco cumplió los dos años, de que su hijo le comprendía perfectamente. Y era verdad. Marco escuchaba a su padre con una expresión grave y pensativa, arrugando la frente con aire de concentración y sonriendo dulcemente, como deslumbrado, cuando su padre le gastaba una broma. Tenía la cabeza alargada de Tulio, su fino pelo castaño, su redondeada barbilla y su boca delicada. A veces daba la impresión de ser muy resuelto, lo que no era su padre, y de tener una mirada decidida, cosas ambas heredadas de su abuelo. De su madre, en cambio, el pequeño Marco tenía, además de sus ojos, la calma y la constancia.
Helvia pensaba que el niño era muy frágil, al igual que su padre. Por lo tanto, dedicaba al pequeño Marco la misma ternura maternal que otorgaba a su esposo. Lo acariciaba con cierta brusquedad. Para ella era como un corderillo que necesitaba fuerzas, cariño con firmeza y nada de mimos. Cuando le balbuceaba ávidamente, ella le frotaba su sedoso pelo, le pasaba la mano por la mejilla y luego lo mandaba con Lira a que fueran por otra taza de leche y más pan. Ella creía sinceramente que los esfuerzos de la mente podían ser aliviados con comida y que cualquier angustia del espíritu (cosa que ella jamás había experimentado) no era más que el resultado de una indigestión y podía ser curada tomando hierbas del campo fermentadas. Por lo tanto, Tulio y el pequeño Marco se veían a menudo obligados a beber repulsivas infusiones de hierbas y raíces que la misma Helvia recogía en el bosque.
Sobre la isla flotaba la dulce y fragante tristeza del otoño y apenas pasada la hora del mediodía ya se posaba una fría niebla sobre los enormes ramajes de los robles, cuyas hojas eran de un sangrante escarlata. Los álamos parecían fantasmas de un dorado brillante, frágiles como sueños, pero la hierba seguía conservando su intenso verdor. Las aguas oscuras se precipitaban impetuosamente a lo largo de las riberas de la isla, esas aguas frías y relucientes que Marco habría de recordar toda su vida y cuyo misterioso sonido reverberaba siempre en sus oídos. En las orillas crecían macizos de flores amarillas o matorrales silvestres de flores carmesí, cuando no purpúreos manchones de espliego. Las industriosas abejas proseguían murmurantes su faena, a pesar de algunas frías brisas, y nubecillas de mariposas blancas y anaranjadas echaban a volar como si fueran delicados pétalos cuando alguien se acercaba. Los pájaros seguían cantando estridentemente entre los árboles y un par de buitres rondaba por la vasta y profunda bóveda azul del cielo otoñal. Las lejanas colinas Volscas destacaban en el horizonte como si fueran de bronce, rasgadas por las oscuras hendiduras de la erosión. Si se miraba al otro lado del río, se podía ver Arpinum en la ladera de una colina, con sus muros blancos como huesos y los tejados con la tonalidad de las cerezas al intenso sol.
No se oía el menor ruido en este lugar tranquilo y aún a bastante distancia de la granja, exceptuando la apresurada conversación de los dos ríos al encontrarse, el canto de los pájaros y los débiles susurros de las hojas de roble al caer ante un casual soplo de brisa, para revolotear como animalillos secos que buscasen refugio aquí y allá entre los matorrales, en las pequeñas hondonadas, contra los troncos de los alisos o emprendiendo el vuelo para arrojarse sobre las aguas y ser arrastradas como manchas sangrientas de un hombre herido. Las hojas que se desprendían de los álamos eran menos turbulentas, pues se arremolinaban en montículos de oro recamado. Por todas partes se olía el fuerte aroma de la estación emanado de los árboles, la hierba, las flores y el aire caldeado por el sol, los frutos maduros en los huertos próximos, la madera quemada y los punzantes pinos, los sombríos cipreses y los soñolientos graneros.
Para Tulio, al contemplar hoy a su hijito, la escena parecía prendida en una luminosidad vívida y tranquila, rústica y remota, lejos de la de aquellas ciudades cuyo pulso no se podía sentir aquí, apartado de los hombres pendencieros que él odiaba; de la ambición, la fuerza y los políticos a quienes detestaba; muy lejos del esplendor, la grandeza, las cortes y multitudes de edificios atestados, las jornadas inquietas de otros hombres, las músicas estridentes y los pisoteos, los estandartes, muros, cámaras y vestíbulos reso-nantes; muy apartado de las voces orgullosas y el bullicio de aquellos que creían que sólo la acción, no la meditación, era la verdadera vocación del hombre. Aquí no había templos construidos por el hombre, sino templos creados por la naturaleza para ninfas y faunos y otras tímidas criaturas que, como Tulio, temían y
Taylor Caldwell La columna de hierro 21
evitaban las ciudades. Aquí un hombre podía sentirse a solas, verdaderamente a solas, conservando su esencia dentro de sí mismo como un óleo perfumado en una vasija. Aquí nadie le pedía que vertiera esa sagrada esencia para mezclarla con las negligentes efusiones de los demás, de modo que perdiera su identidad y la vasija se vaciara, agotando la cosa más preciosa que distingue a un hombre de otro en fragancia y contextura. Los hombres poseían un fuerte colorido cuando estaban a solas; las ciudades destruían sus rostros, haciéndoles perder los rasgos. Tulio no tenía una opinión demasiado buena de la civilización y jamás añoraba Roma. No anhelaba nada del teatro, el circo, la algazara o el intercambio intelectual. Sólo aquí, en esta isla paterna, se sentía libre y, por encima de todo, seguro.
Desde que la casa fue ampliada, se reservó para sí una pequeña habitación como dormitorio y su maciza puerta estaba siempre cerrada con llave.
Permaneció en la orilla del río escuchando los sonidos que le dejaban extasiado. Aquí podía creer que Roma no existía, que no había ciudades más allá del mar ni nada que pudiera forzarle en contra de su voluntad. Entonces oyó la risa del pequeño Marco. Se dirigió hacia aquel sonido, pisando hojas secas que crujían bajo sus zapatos. La brisa había cesado y el aire era más cálido. Tulio se quitó la capa de lana blanca y dejó que el sol le diera en sus delgadas piernas, que se movían rápidamente bajo su túnica igualmente de lana.
Halló a la vieja Lira arrebozada en un manto y sentada con la espalda contra un tronco, observando al pequeño Marco, que trataba de coger mariposas con sus pequeñas manos. El niño era muy alto y gracioso para su edad y no tropezaba torpemente como otros niños. Tulio se
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