Mitos Y Leyendas
Enviado por gilmadorado1961 • 25 de Enero de 2014 • 6.635 Palabras (27 Páginas) • 267 Visitas
MITOS Y LEYENDAS DE NARIÑO
El padre descabezado
Carlos Alberto, miró de reojo su reloj y precipitadamente se levantó del mullido sillón donde libaba unos tragos en compañía de una grata y concupiscente mujer, tomó su abrigo y salió a la calle, ya bajo el umbral de la puerta miró a uno y a otro lado de la oscura calle, nada o casi nada observó en medio de la tenue luz del deficiente alumbrado público del sector. Se levantó las solapas del sobretodo para cubrirse un poco de la heladez de aquella noche y comenzó a caminar pausadamente hacia la parte baja y central de la ciudad.
Su sombra se proyectó sobre la fría pulidez de la grisácea piedra que a manera de irregular tablero de ajedrez servía de andén en la estrecha calle. Observó, entonces, cuán flaca era su contextura al contrastar la delgada cabeza proyectada con la holgura de su gabán oscuro, hizo un ademán con una de sus manos y miró igualmente como la sutilez de su mano contrastaba con la ancha manga del sobretodo. Sonrío para sus adentros y miró nuevamente la hora en el reloj. ¡Caramba! ¡Cómo pasa el tiempo!! Son cerca de las doce! meditó en su pensamiento y continúo calle abajo sin observar movimiento alguno a su alrededor.
Su escuálida figura, de hombre alto, con un gabán oscuro, ancho, se agigantaba y achicaba a la vez sobre la sombra proyectada por la tenue luz de las bombillas del alumbrado público. Habían pasado unas cuantas horas con aquella grata compañía de la concupiscente mujer y ya era tiempo de regresar a casa para descansar holgadamente bajo el techo de su propio hogar. El licor que consumió sirvió únicamente para deleitar la palabra, para amenizar el momento de aquel amor furtivo, no había embriaguez en su cabeza ni mucho menos, los estragos tambaleantes del beodo, apenas daban pauta para aplacar el frío de la oscura noche sobre la estrecha callejuela.
Sintió de pronto un ruido salido entre las sombras y vio cruzar delante de él un pequeño montículo fugaz que al llegar al lugar titilante de la tenue luz pudo distinguir que era un gato, cuando sus ojos fulgurantes se clavaron en los de él y lanzó un maullido que estremeció a Carlos Alberto por lo inesperado del momento. Pasado el susto, cruzó la primera calle y miró hacia el frente, observó a distancia las cúpulas de la Iglesia de Santiago, templo románico-toscano de construcción moderna pero con cierta caracterización de recogimiento y de respeto. Pensó cambiar de ruta por un inesperado presentimiento, sin embargo desistió la idea y continúo a paso moderado su camino.
Se acordó de cuentos y leyendas que escuchara un día, cuando aún niño, inocente de las realidades de la vida, se dejaba ilusionar por las frases expresivas de la abuela al escuchar de sus labios narraciones de terror, de espanto o de míticos jolgorios que amenizaban las reuniones de familia. Miró de manera prevenida hacia atrás para poder observar con más detenimiento el paso del gato. Recordó que al respecto había muchos agüeros y trató en su mente de captar el verdadero color del pequeño felino, no sabía que responderse así mismo: ¿Era negro? ¿O, era pardo? No sabría precisar. Sintió de pronto un no se qué, que le obligaba a sacar un cigarrillo para encenderlo y proceder a fumar. Buscó entre sus bolsillos una cerilla y procedió a encender el cigarrillo. Al hacerlo, cuando la llama flameaba tratando de prender el cigarrillo, sus ojos se quedaron fijos mirando hacia la iglesia de Santiago donde en medio de la penumbra parecía desdibujarse una sombra que a manera de bulto indescriptible se asomaba a la tenue luz de los faroles del contorno de la plazoleta que da marco al templo Capuchino.
De principio sintió como un alivio el encontrarse en altas horas de la noche con alguien, por eso Carlos Alberto procedió a botar a un lado la cerilla con que prendió su cigarrillo y caminó un poco más rápido para el encuentro con ese alguien. Ese alguien comenzó a aparecer y desaparecer del panorama conventual del templo, situación que intranquilizó a Carlos Alberto. ¿Quién podría ser, que a manera de fantasma aparecía y desaparecía por entre las sombras de la distante penumbra?. Sin darse cuenta tenía el cigarrillo apretado entre sus labios. Su corazón palpitaba aceleradamente. Sus ojos fijos en un sitial de la penumbra y las manos sudando sin saber porqué.
Carlos Alberto creyó observar con precisión la singular silueta y quedó admirado con lo observado. No precisaba saber que había observado. ¿Era un hombre corpulento? ¿O, era acaso un fraile con su habitual habito de franciscano? La curiosidad pudo más que el temor y como si alguien lo empujara fue caminando hasta donde observaba la imprecisa figura.
Un sudor frío, con un nerviosismo expectante se apoderó de Carlos Alberto, quien de pronto paró su caminar y se encontró cara a cara con la singular figura. Se aterró, el temor ante lo inesperado hizo caer el cigarrillo de sus labios y una sequedad en la garganta amargó su boca cuando con ojos desorbitados pudo constatar que la figura humanoide que tenía frente a sí era la de un fraile, por el tradicional hábito que cubría su cuerpo, pero con una característica infernal: ¡No tenía cabeza, era descabezado y aún en la penumbra del sitio en mención podía observarse como daba la impresión de recién habérsela cortado por lo sangrante de su cuello!
Carlos Alberto no resistió un minuto más el horrendo espectáculo del «padre descabezado» y cuando pretendió huir sus piernas no le respondieron. Todo su cuerpo cayó pesadamente y perdió el sentido. Un pequeño hilo de agua amarillenta se comenzó a observar entre sus piernas que fue agrandándose y fetidez de olores nauseabundos se esparcieron por entre el lugar. Al día siguiente, cuando las puertas de la iglesia de Santiago se abrieron para dar paso a los feligreses, varias damas de velos y mantillas sobre sus cabezas observaron el cuerpo de un hombre que yacía tirado en medio de un charco de agua amarillenta, compenetrado con un ambiente donde se expandía fuertes olores que obligaban a los transeúntes a pasar de lado tapándose con pañuelos sus narices.
Terminada la misa, el tropel de la gente a la salida despertó a Carlos Albedo quien al observar como era mirado de reojo por parte de los transeúntes a su paso, se percató el estado lamentable en que se encontraba y cubriendo su cuerpo con el sobretodo caminó por entre la calle hasta perderse avergonzado sin atinar con precisión que había pasado la noche anterior de su aterradora desgracia.
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