Qué Significa Ser Liberal
Enviado por jpc_blue • 24 de Septiembre de 2013 • 2.307 Palabras (10 Páginas) • 206 Visitas
El liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el valor supremo,
ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde
la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución
informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica,
hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad
son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que
garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor
progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que
respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del
liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad
económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una
medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces
los intentos democráticos en América latina. Porque las democracias
que comenzaban a alborear luego de las dictaduras respetaban la
libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que,
inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o
porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo
un régimen de mano dura y represora podía garantizar el
funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia.
Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas
“desarrollistas” fracasaron, porque no hay economía libre que
funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas
que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que
sólo la democracia permite.
DOCUMENTOS
¿Qué significa ser liberal?
Por Mario Vargas Llosa
Año III Número 33
22 de junio de 2005
Mario Vargas Llosa es escritor y Presidente de la Fundación
Internacional para la Libertad (FIL).
2 Documentos / CADAL 15 de junio de 2005
www.cadal.org centro@cadal.org
Siento la obligación de explicar mi posición política con cierto
detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que
soy -sería más prudente decir “creo que soy”- un liberal. La
primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes
saben muy bien, “liberal” quiere decir cosas diferentes y
antagónicas, según quién la dice y dónde se dice.
En Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la
palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica, a
veces, con socialista y radical. En América latina y en España,
donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a
los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación
napoleónicas, en cambio, a mí me dicen liberal -o, lo que es
más grave, neoliberal- para exorcizarme o descalificarme,
porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado
el significado originario del vocablo -amante de la libertad,
persona que se alza contra la opresión- reemplazándolo por el
de conservador y reaccionario. Es decir, algo que en boca de
un progresista significa cómplice de toda la explotación y las
injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.
Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los
propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que
entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Como
el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y
dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega
a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse
a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y
discrepancias profundas. Respecto de la religión, por ejemplo,
o de los matrimonios gay o del aborto, y así, los liberales que,
como yo, somos agnósticos, partidarios de separar la Iglesia
del Estado, y defendemos la despenalización del aborto y el
matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza
por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario
que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas,
porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo,
que son la democracia política, la economía de mercado y la
defensa del individuo frente al Estado.
Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el
ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el
mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza
hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos
liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces
más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas.
No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie
son las ideas, la cultura, antes que la economía. Es la cultura,
un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre
las que, desde luego, puede incluirse la religión-, la que da
calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía
de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática
de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere
en una darwiniana batalla en la que -la frase es de Isaiah Berlin-
“los lobos se coman a todos los corderos”. El mercado libre es
el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien
complementado con otras instituciones y usos de la cultura
democrática, dispara el progreso material de una nación a los
vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es también un
mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e
intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a
una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más
fuertes.
Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es
el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha
podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las
estrellas y la revolución informática, desde las formas de
asociación colectivista y despótica, hasta la democracia
representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad
privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las
menores formas de injusticia, que produce mayor progreso
material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta
más los derechos humanos. Para esa concepción del
liberalismo,
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