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Rafael R. Valcárcel


Enviado por   •  20 de Noviembre de 2012  •  Informe  •  861 Palabras (4 Páginas)  •  346 Visitas

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Rafael R. Valcárcel

Era cuestión de bajar la mirada para leer, entre las piernas de Vicente, el inicio de la carta. De igual modo, era cuestión de bajar la mirada —un poco más— para leer, entre mis propias piernas, el final. Los párrafos intermedios estaban distribuidos en otros seis troncos que hacían de sillas.

Todos habían sido grabados en bajo relieve, posiblemente con un punzón o un pedazo de piedra pulida. Y, pese a la tentación de conocer ya el contenido, creí correcto concentrarme en el discurso de mi anfitrión, que nada tenía que ver con el asunto que me había hecho recorrer más de diez mil kilómetros. En breve, me dejaría a solas con el mobiliario. Paciencia.

34 años antes, el padre de Vicente, Alfonso Mendizábal Cabral, comenzó a escribir la carta más larga que se conozca, considerando la longitud del espacio temporal y no la del soporte. Tardó algo más de una década. Cada frase se extendía a lo largo de cuatro o cinco meses, tiempo que el árbol requería para crecer y dejar a su alcance otro espacio virgen, al que podía llegar estirando el brazo entre los barrotes de la ventana de su celda (dejar suspendido un sentimiento, dejar suspendidas las palabras, redistribuirlas mientras flotan en el otoño y el invierno, expresarlas en primavera, observarlas cómo suben por el árbol, observarlas cómo se alejan y te dejan).

Alfonso fue encarcelado tras el golpe de estado de Augusto Pinochet. Por azares del destino y previsiones humanas, no terminó enterrado en el estadio. Sus padres nunca tuvieron los medios para brindarle una educación y su lengua había sido cortada. En su documentación constaba como analfabeto. Fue después de cumplir los 20 años cuando Alfonso aprendió a leer —le fascinó— y a escribir, pero eso el verdugo y los militares lo ignoraban. De todas maneras, fue torturado. No obstante, si era incapaz de darles información a ellos, también lo sería con la prensa y demás impertinentes. ¿Soltarlo? Tampoco. Su cuerpo estaba tan amoratado que hablaba por sí solo. Un muerto más o uno menos les era indiferente en la balanza, pero desconozco qué se les pudo cruzar por la cabeza para darse la molestia de destinarlo a una prisión del interior, al sur de Santiago.

Algunos dicen que el amor te hace soñar despierto. Otros, que te adormece los sentidos. Para Alfonso, en buena hora, fueron las dos cosas. Así soportó las bofetadas, puñetazos, patadas, descargas eléctricas, inmersiones, más patadas y puñetazos, gritos ajenos, ruidos propios, frío, hambre, soledad, silencio. En ese silencio, la carta:

“Cientos de días y sigo despertando en el que me despedí de ti, el mismo día que te conocí, el único en el que acaricié las tonalidades de tus silencios, tu aroma, tu valor y cada latido de felicidad. Un día que al parecer viviré por siempre.

No

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