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Relato


Enviado por   •  5 de Octubre de 2015  •  Trabajo  •  2.528 Palabras (11 Páginas)  •  174 Visitas

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UNA VUELTA EN LOS AUTOS DE CHOQUE

Cuando la desapacible alarma sonó a las diez de la mañana, Tomás Martínez, alias Adolf, abrió un ojo legañoso y dirigió al despertador una mirada llena de rencor. Estaba tumbado sobre su costado izquierdo, muy cerca de la mesita de noche, y veía, borrosas, las dos campanillas gemelas que el odioso artilugio poseía en su parte superior.

Había una arraigada y tenaz enemistad entre el esférico artefacto y el nazi zampabollos. En realidad, era una enemistad unilateral: el artefacto mecánico no hacía más que realizar lo que se esperaba de él. La antipatía de Adolf se dirigía al fabricante, no al reloj en sí, aunque también. Ocupando casi toda la esfera, bajo las manecillas, había una ilustración que él debía considerar muy divertida, una cara redonda atravesada por una sonrisa enorme. Tenía un pase que un fabricante de quesos hiciera reír a una vaca, pero ¡un despertador sonriente! Aquello indicaba, como mínimo, una absoluta falta de respeto a sus clientes. ¿A qué venía aquella sonrisa de oreja a oreja? ¿Era divertido arrancar a la gente de un dulce sueño? ¿Lo era taladrar un cerebro dormido con sonidos destemplados e inhumanos mientras lucías una sempiterna sonrisa? Y si un día, en lugar de fabricar despertadores le diera por fabricar ataúdes, ¿también les pondría una sonrisa?

“Cuando llegue al poder voy a gasear a unos cuantos”, pensó. “Y luego confiscaré sus fábricas”.

El placer de la inmovilidad conllevaba sufrir los horrores de la alarma, así que acabó por estirar el brazo y abatir la manivela silenciadora. Qué alivio.

Y entonces recordó que era el día de su decimo octavo cumpleaños, o sea, que legalmente ya podía beber alcohol en los bares.

Se incorporó pesadamente hasta acabar sentado al borde de la cama, con los pies en el suelo. Engordaba con gran rapidez. Se puso los calcetines resollando, arrugando la barriga en tres masas de grasa al agacharse. Luego se puso los pantalones y las botas militares. Tras una breve visita al cuarto de baño, terminó de vestirse mientras tarareaba Lilí Marleen y pasaba el peine por su flequillo hitleriano.

Estaba solo en casa. Sus padres, grandes madrugadores, se encontraban en sus trabajos.

De todos modos, golpeó con los nudillos una puerta cerrada para cerciorarse.

— Papá…Mamá… ¿Estáis ahí, papá, mamá? Soy yo, vuestro hijo querido, la alegría de vuestras vidas anodinas.

No había nadie. Entró en la habitación.

— Vengo a llevarme la calderilla, ausentes papá y mamá. Consideradlo una confiscación rutinaria.

Su padre era peluquero; tenía una peluquería en la planta baja del edificio, y era muy descuidado con sus ingresos diarios.

Según su querida mamá había dos clases de mujeres, las buenas y las malas. Las buenas iban al cielo. Según Adolf, la misma clasificación se podía aplicar a las monedas: las buenas, es decir, las de más alta denominación, y las malas, o sea, las de tan escaso valor que si se caían al suelo no valía la pena agacharse. Las buenas iban a su bolsillo, la morralla se quedaba en la mesita para disimular.

“Hoy estamos de suerte.”, pensó cuando vio la punta de un billete que había volado debajo de la cama. En el pantalón del día anterior, encontró otro billete, y en el cajón de la mesita de noche, un montón de moneda; seleccionó las de mayor denominación y las trasladó a su bolsillo. Al principio, cuando tenía miedo de ser descubierto y reprendido, sus sustracciones eran muy pequeñas, difíciles de advertir; pero a medida que ganaba confianza, confiscaba sin muchos miramientos.

En la cocina, encontró una nota firmada precisamente por su madre, en la que se disculpaba porque se habían acabado sus bollos favoritos, y le recomendaba que buscara en la nevera, donde encontraría una cajita con donuts y otra con un surtido de pasteles.

—Es una santa —dijo.

Pensando que le esperaba una jornada particularmente dura, se zampó tres pasteles rellenos de crema entre largos tragos de batido de plátano y, como se había quedado con hambre, salió a la calle dispuesto a comerse el mundo.

Un hombre de acción se enfrenta a trabajos de muy distinta índole, a veces trabajos sucios, a veces trabajos peligrosos, a veces desagradables y en muy pocas ocasiones tan divertidos y placenteros que ni siquiera se pueden llamar trabajos. Como el que se disponía a realizar inmediatamente.

Había llegado a un paso de peatones que cruzaba la autopista. Era una especie de puente sobre el río de asfalto. La mayor parte de los peatones lo evitaban porque había que subir muchos escalones y preferían utilizar los pasos subterráneos. Adolf subió animosamente las decenas de escalones que conducían a la calzada del puente. Comenzó a atravesarlo. Bajo sus pies los coches pasaban como exhalaciones. Metió la cabeza entre los barrotes del pretil y observó el tráfico, que a aquella hora solía ser muy escaso. Había momentos que por el tramo de autopista que se podía divisar desde el puente y que concluía en una curva cerrada, no pasaba ningún vehículo.

En los aledaños de aquella curva tenían su sede los Milicia Roja, enemigos no sólo ideológicos, sino también personales.

— Comunistas de mierda—exclamó.

Esperó pacientemente, como sólo un avezado cazador sabe esperar. Un coche rojo—había decidido que todos los coches rojos pertenecían a los nuevos comunistas que se estaban expandiendo por Europa—salió de la curva y fue ganando velocidad a medida que se acercaba al puente. Adolf se bajó la cremallera de la bragueta, hizo sus cálculos matemáticos y soltó el primer chorro de orina. Todo fue tan rápido que no podía asegurar si lo había alcanzado o no. En realidad, no quería reconocer que había fallado.

Apareció un segundo coche. Desde la distancia parecía más viejo y más lento. Debía tener problemas mecánicos por la cantidad de humo que salía del tubo de escape. Y también era de color rojo, qué casualidad. Otro neocuminista.

Circulaba con lentitud, como asfixiándose. Era una presa fácil. Esta vez no podía fallar.

Además, su vejiga protestaba por la inconclusa operación de vaciarla, y su necesidad de mear era ya imperiosa.

El conductor del coche vio una figura solitaria y sospechosa sobre el puente, una figura inmóvil, agarrada a los barrotes de la barandilla, esperándolo. Ya había tenido otras experiencias desagradables al pasar bajo los pasos peatonales elevados. Supo enseguida que iba a recibir algún tipo de agresión. Lo que alcanzó a distinguir del rostro de Adolf no le tranquilizó: era el típico semblante de un sociópata descerebrado. Apretó el acelerador mientras sacaba la cabeza por

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