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Un Mundo Sin Novelas


Enviado por   •  4 de Septiembre de 2011  •  6.083 Palabras (25 Páginas)  •  2.592 Visitas

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Un mundo sin novelas

Mario Vargas Llosa

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La literatura es vista hoy en día como un entretenimiento, del que se puede prescindir en función del gusto individual. Este texto de Vargas Llosa es una apasionada defensa de la literatura como la mejor herramienta de comunicación entre los hombres y como el medio para crear ciudadanos libres y críticos. Un mundo sin literatura sería un mundo sin lenguaje y, por ello, sin ideas nuevas.

Muchas veces me ha ocurrido, en ferias del libro o librerías, que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: "Es para mi mujer, o mi hijita, o mi hermana, o mi madre; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura". Yo le pregunto, de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?" La respuesta rara vez falla: "Bueno, sí, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces: ese señor, esos miles de miles de señores iguales a él, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades en la vida, que no pueden desperdiciar su precioso tiempo pasando horas de horas enfrascados en una novela, un libro de poemas o un ensayo literario. Según esta extendida concepción, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos a la hora de establecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida.

Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina: en las librerías, en las conferencias o recitales de escritores, y, por supuesto, en los departamentos y facultades universitarios dedicados a las letras, las faldas derrotan a los pantalones por goleada. La explicación que se ha dado es que, en los sectores sociales medios, las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres, y, también, que muchas de ellas tienden a considerar más justificado que los varones el tiempo dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas y que atribuyen a cada sexo virtudes y deficiencias colectivas, de manera que no suscribo del todo dichas explicaciones. Pero de lo que no hay duda es que los lectores literarios —hay muchos lectores, pero de bazofia impresa— son cada vez menos, en general, y que, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre en casi todo el mundo. En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de ese país jamás ha leído un libro. La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6.2% y la tendencia es a que la diferencia aumente. Yo me alegro mucho por las mujeres, claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin novelas, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.

Me propongo en este texto formular algunas razones contra la idea de la literatura, en especial de la novela, como un pasatiempo de lujo, y a favor de considerarla, además de uno de los más estimulantes y enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende a encogerse e, incluso, a desaparecer del currículo escolar como si se tratara de una enseñanza prescindible.

Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que sólo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, muchos beneficios, pues ella permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene, también, como consecuencia negativa, el ir eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo —de pueblos o individuos— produce paranoias y delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios. Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución que ha llevado a la especialización y al uso de vocabularios herméticos.

La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros

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