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Fernando Falla


Enviado por   •  7 de Abril de 2019  •  Biografía  •  5.862 Palabras (24 Páginas)  •  314 Visitas

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                                                           Fernando Falla.

        

Sábado 17 de diciembre de 2011

Era tarde, un  poco más de las 3 de aquel día gris y lluvioso. Ha llovido mucho en este país para estos últimos meses, sólo tragedias, derrumbes, muertos. El agua ha caído del cielo para inundar esta tierra maldita, árida, solitaria, llena de cadáveres ambulantes que se desplazan de un lado a otro.

Estaba ansioso, iba a ver a alguien especial, que conocía sólo en mis sueños pero ahora se hacía realidad. Me esperaba en el terminal de buses, acababa de llegar de una ciudad que quedaba en el sur. Deseaba tanto verle, era  la ilusión de mi vida, sabía que sufriría mucho; pero me arriesgaría a ese dolor. Caminé afanosamente, después de que recibí su llamada. Me informaba que me estaba esperando. Lloviznaba, sentía en mi interior un camino de hormigas que se desplazaban de un lado a otro. Pobrecito este soñador ¡quién te manda a creer en el amor!

Mis manos estaban frías, sabía que eran de la emoción de ver a este ser maravilloso. Las froté mucho para darme calor, mis pasos se hacían más rápidos; estaba a punto de llegar. Mis ojos se llenaron de fe, miraba de un lado a otro para saber dónde estaba ese ser de luz, en medio de esas oscuridades de miradas congeladas. Había esperado tanto para que este momento se hiciera realidad y al fin se cumplía el milagro de mi oración. Este día fue de muchas lágrimas, de dolor, algo presagiaba que quizá todo se echaría a perder, y trataba de ocultar mi dolor en una imagen de una sonrisa; sabía que iba a sufrir  después de esto, pero cuando se tiene amor todo se puede soportar.

Me acerqué a las sillas donde esperan los pasajeros, y allí estaba, tal como me imaginaba, le miré desde la distancia, con sus maletas, su rostro tan bello, su aspecto inolvidable, el ángel que iría a amar todo el resto de mi vida sumergida en su “Intensa Ansiedad”. Hola, soy Fernando - me presenté - y me respondió con un abrazo, el abrazo que jamás olvidaré…

Todo tiene un principio, un génesis, un comienzo. Las historias se crean con base en un inicio aunque en este caso empezó con final. Para que principiara este relato de mi vida debió partir con una turbulencia, con el bing – bang de las consecuencias que explotaba en las cabezas de unos locos que solamente pensaban en ser los dioses de más cuentos, de terror, de amor; que sea lo que sea, pero así comenzó todo.

Ella estaba allí, bañando su delgado cuerpo en la cristalina agua que bullía en el cauce delgado en medio de la tierra enmudecida y se escondía detrás de unas erosionadas colinas que se extendían mirando al sol incandescente que las abrasaba desde la distancia de millones de kilómetros. Su piel era como un cauce donde el agua como hilos finos iba deslizándose apresuradamente. Debajo de la harapienta ropa se dejaba entrever una mujer que se estaba despertando del letargo de la niñez. Los fantasmas del deseo se paseaban de un lado al otro, ocultos detrás de la vegetación verdusca, ocre, amarillenta. Agazapado detrás de un arbusto le observaba, sabía que pronto podía disfrutar del sabor de esa piel que maduraba como la manzana del paraíso de sus fantasías más profundas. La observaba detenidamente, a esa infeliz, sola, ensimismada en el correr del agua que la bañaba quitándole los pecados de la suciedad corporal.

Aquella soledad, aquel silencio que dejaba escuchar los secretos más ocultos de la naturaleza, el canto de las aves era una conversación divina, el viento que mecía de un lado al otro aquellos arboles gigantes que bailaban, como queriéndose salir de ese lugar donde estaban enterrados y saltar como gacelas inquietas, queriendo tocar el cielo.

Debía volver a su casa, un rancho de techo de paja y paredes de barro. No había nada, más que unas sillas de madera, hechas por su hermano Antonio, una pobreza que lo invadía todo, un silencio sepulcral bañado por algunos rayos de luz que esparcía el sol por las rendijas de las paredes cuarteadas y cenizas. Su mirada se enfocaba en el momento, ¿qué habría después? Qué se yo, se respondía mientras extendía la poca ropa que tenía y que acababa de lavar en la fuente, sin jabón, puesto que usar jabón era un lujo que no podían darse.

 ¡Aquí no hay dios! decía un blasfemo amigo de Antonio. Ana María le miraba detenidamente, con un gesto de inconformidad. Dios era lo único que tenían, a ¿quién le rezarían, quien era esa varita mágica que podía hacer milagros y cumplir deseos? Dios por supuesto; eso decía el cura cuando venía a predicar. El venía a inventarles un paraíso síquico en medio de este infierno material, los fieles le miraban detenidamente, Ana María observaba cada centímetro de su cuerpo, recordaba el rancho miserable donde vivía y pensaba que pronto dios vendría con todo su amor y riqueza a darles un apoyo, hay que esperar; dios es bueno, se decía a sí misma, quizá me dé algo de jabón para bañarme bien y lavar la ropa.

Las tardes de verano eran para ver el cielo, mientras el humo de la hornilla se desplazaba como un gusano celestial, grisáceo, abandonado a su suerte. Ven a comer Ana María – decía la esposa de Antonio – ella corría afanosamente, su estómago sonaba como si una pelea de gatos estuviera pasando en su interior. Había arroz para comer y algo de papas fritas. Era un lujo, todos esos anteriores días habían tomado un caldo con vísceras de pollo, que ya sabía algo feo, pues las vísceras se estaban descomponiendo, a pesar de haberlas salado para que duraran un poco más.

Se echó en el suelo polvoriento, aquel rancho se estaba llenando de gente, Antonio ya tenía 4 hijos, la madre de Ana María estaba vieja el resto de sus hijos, que bendito sea dios, ya le quedaban pocos, eran 5. Los demás habían muerto por enfermedades y hambre. Eran los años 50, en aquella vereda olvidada y alejada de la mano del destino. Aunque la nada invadía todo, había alguna sonrisa esperanzadora en Ana María. Se estaba convirtiendo en una mujer, tal vez no sería un buen futuro, pero el presente que tenía la había embebido por completo.

La luz del sol se estaba apagando en el horizonte, un viento tibio anunciaba el sonido de los grillos que empezaban a cantar en medio de las penumbras. Una vela desgastada se ponía en el centro de  la sala. Las charlas empezaban a disipar el silencio sepulcral que se paseaba por cada rincón. Antonio hablaba de tantas cosas, del trabajo en el campo, de sus aventuras en medio de la selva espesa y cruda. De cómo buscaba leña encontrándose con animales extraños, serpientes y aves preciosas que volaban de un lado a otro. Doña Carmen, la madre, se quedaba en silencio escuchando. Casi era muda, la crudeza de la vida para ella la habían convertido en un ser distante, seco, un cadáver con un soplido de vida.

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