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Ulises


Enviado por   •  3 de Noviembre de 2014  •  Trabajo  •  6.770 Palabras (28 Páginas)  •  234 Visitas

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LIBROdot.com

James Joyce

Ulises

ÍNDICE

Episodio 1. «Telémaco»

Episodio 2. «Néstor»

Episodio 3. «Proteo»

Episodio 4. «Calipso»

Episodio 5. «Lotófagos»

Episodio 6. «Hades»

Episodio 7. «Eolo»

Episodio 8. «Lestrigones»»

Episodio 9. «Escila y Caribdis»»

Episodio 10. «Las Rocas Errantes»

Episodio 11. «Las Sirenas»

Episodio 12. «El cíclope»

Episodio 13. «Nausica»

Episodio 14. «Los Bueyes del Sol»»

Episodio 15. «Circe»»

Episodio 16. «Eumeo»»

Episodio 17. «Ítaca»

Episodio 18. «Penélope»»

1

MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afei¬tar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba de¬licadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

-Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:

-¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemen¬te tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormila¬do, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fría¬mente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.

-¡Al cuartel! dijo severamente.

Añadió con tono de predicador:

-Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silen¬cio, todos.

Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbi¬do de atención, luego quedó absorto unos mo-mentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contesta¬ron en la calma.

-Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es su¬ficiente. Corta la corriente ¿quieres?

Saltó de la explanada y miró gravemente a su avizorador, recogiéndose alrededor de las piernas los plie-gues sueltos del batín. La cara oronda sombreada y la adusta mandíbula ova¬lada recordaban a un prelado, protector de las artes en la edad media. Una sonrisa placentera despuntó quedamente en sus labios.

-¡Menuda farsa! dijo alborozadamente. ¡Tu absurdo nombre, griego antiguo!

Señaló con el dedo en chanza amistosa y se dirigió al pa¬rapeto, riéndose para sí. Stephen Dedalus subió, le siguió desganadamente unos pasos y se sentó en el borde de la ex¬planada, fijándose cómo reclinaba el espejo contra el parape¬to, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba los cache¬tes y el cuello.

La voz alborozada de Buck Mulligan prosiguió:

-Mi nombre es absurdo también: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero suena helénico ¿no? Ágil y fogoso como el mismísimo buco. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás si con¬sigo que la tía suelte veinte libras?

Dejó la brocha a un lado y, riéndose a gusto, exclamó:

-¿Vendrá? ¡El jesuita enjuto!

Conteniéndose, empezó a afeitarse con cuidado.

-Dime, Mulligan, dijo Stephen quedamente.

-¿Sí, querido?

-¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre?

Buck Mulligan mostró un cachete afeitado por encima del hombro derecho.

-¡Dios! ¿No es horrendo? dijo francamente. Un sajón pe¬sado. No te considera un señor. ¡Dios, estos jodi-dos ingleses! Reventando de dinero e indigestiones. Todo porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, tú sí que tienes el aire de Oxford. No se aclara contigo. Ah, el nombre que yo te doy es el me¬jor: Kinch, el cu-chillas.

Afeitó cautelosamente la barbilla.

-Estuvo desvariando toda la noche con una pantera ne¬gra, dijo Stephen. ¿Dónde tiene la pistolera?

-¡Lamentable lunático! dijo Mulligan. ¿Te entró canguelo?

-Sí, afirmó Stephen con energía y temor creciente. Aquí lejos en la oscuridad con un hombre que no co-nozco desva¬riando y gimoteando que va a disparar a una pantera negra. Tú has salvado a gente de ahogarse. Yo, sin embargo, no soy un héroe. Si él se queda yo me largo.

Buck Mulligan puso mala cara a la espuma en la navaja. Brincó de su encaramadura y empezó a hurgarse en los bol¬sillos del pantalón precipitadamente.

-¡A la mierda! exclamó espesamente.

Se acercó a la explanada y, metiendo la mano en el bolsi¬llo superior de Stephen, dijo:

-Permíteme el préstamo de tu moquero para limpiar la navaja.

Stephen aguantó que le sacara y mostrara por un pico un su¬cio pañuelo arrugado. Buck Mulligan limpió la hoja de la nava¬ja meticulosamente. Luego, reparando en el pañuelo, dijo:

-¡El moquero del bardo! Un color de vanguardia para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se pa-ladea ¿ver¬dad?

Se montó de nuevo sobre el parapeto y extendió la vista por la bahía de Dublín, el pelo rubio roblepálido meciéndo¬se imperceptiblemente.

-¡Dios! dijo quedamente. ¿No es el mar como lo llama Algy: una inmensa dulce madre? El mar verde-moco. El mar acojonante. Epi oinopa ponton. ¡Ah, Dedalus, los griegos! Ten¬go que enseñarte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! Es nuestra inmensa dulce madre. Ven a ver.

Stephen se levantó y fue hacia el parapeto. Apoyándose en él, miró abajo al agua y al barco correo que pasaba por la bocana de Kingstown.

-¡Nuestra poderosa madre! dijo Buck Mulligan.

Desvió los ojos grises escrutantes abruptamente del mar a la cara de Stephen.

-La tía piensa que mataste a tu madre, dijo. Por eso no me deja que tenga nada que ver contigo.

-Alguien la mató, dijo Stephen sombríamente.

-Te podías haber arrodillado, maldita sea, Kinch, cuan¬do tu madre moribunda te lo pidió, dijo Buck Mu-lligan. Soy tan hiperbóreo como tú. Pero pensar en tu madre rogándote en su último aliento que te arrodillaras y rezaras por ella. Y te negaste. Hay algo siniestro en ti ....

Se interrumpió y se enjabonó de nuevo ligeramente el otro cachete. Una sonrisa tolerante le arqueó los labios.

-¡Pero un retorcido encantador!

...

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