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Brevedad de la vida


Enviado por   •  1 de Octubre de 2022  •  Tarea  •  4.755 Palabras (20 Páginas)  •  259 Visitas

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De la brevedad de la vida’, de Lucio Anneo Séneca Nació en Córdoba pocos años antes de nuestra era, fue un filósofo, político, orador y escritor romano.
La filosofía era, para él, un asunto fundamentalmente práctico, cuyo principal objetivo era el de encaminar a los hombres hacia la virtud, comunicándoles el conocimiento de la naturaleza del mundo y de su propio lugar en él, para que ello, los hiciera capaces de guiar sus vidas de acuerdo con la voluntad divina
Este libro, dedicado a Paulino -quien probablemente era padre de su segunda mujer-,y fue compuesto en el año 49 o 50.

De la brevedad de la vida

CAPITULO I

La mayor parte de los hombres, oh Paulino, se queja de la naturaleza, culpándola de que nos haya criado para edad tan corta, y que el espacio que nos dio de vida corra tan veloz, que vienen a ser muy pocos aquellos a quien no se les acaba en medio de las prevenciones para pasarla. De esto también se originó la querella que Aristóteles dio, que, siendo la edad de algunos animales brutos tan larga, que en unos llega a cinco siglos y en otros a diez, sea tan corta y limitada la del hombre, criado para cosas tan superiores. Así nuestra edad tiene mucha latitud para los que usaren bien de ella

CAPITULO II

¿Para qué nos quejamos de la naturaleza, pues ella se hubo con nosotros benignamente? Larga es la vida, si la sabemos aprovechar.

uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a otra fatiga la ambición pendiente siempre de ajenos pareceres; a unos lleva por diversas tierras y mares la despeñada codicia de mercancías, con esperanzas de ganancia; a otros atormenta la militar inclinación, sin jamás quedar advertidos con los ajenos peligros ni escarmentados con los propios. Por todas partes los cercan apretantes vicios, sin dar lugar a que se levanten jamás, y sin permitir que pongan los ojos en el rostro de la verdad; y teniéndolos sumergidos y asidos en sus deseos, los oprimen. Nunca se les da lugar a que vuelvan sobre sí, y si acaso tal vez les llega alguna no esperada quietud, aun entonces andan fluctuando, sucediéndoles lo que, al mar, en quien después de pacificados los vientos quedan alteradas las olas, sin que jamás les solicite el descanso a dejar sus deseos. ¿Piensas que hablo de solos aquellos cuyos males son notorios? Pon los ojos en los demás, a cuya felicidad se arriman muchos, y verás que aun éstos se ahogan con sus propios bienes. ¿A cuántos son molestas sus mismas riquezas? ¿A cuántos ha costado su sangre el vano deseo de ostentar su elocuencia en todas ocasiones?

Pregunta la vida de estos cuyos nombres se celebran, y verás que te conocen por las señales, que éste es reverenciador de aquél, aquél del otro, y ninguno de sí.

CAPITULO III

No hay para qué cargues a los otros estas obligaciones, pues cuando fuiste a buscarlos, no fue tanto para estar con ellos, cuanto porque no podías estar contigo. Aunque concurran en esto todos los ingenios que resplandecieron en todas las edades, no acabarán de ponderar suficientemente esta niebla de los humanos entendimientos. Ninguno hay que quiera repartir sus dineros, habiendo muchos que distribuyen su vida: muéstrense miserables en guardar su patrimonio, y cuando se llega a la pérdida de tiempo, son pródigos de aquello en que fuera justificada la avaricia. Deseo llamar alguno de los ancianos, y pues tú lo eres, habiendo llegado a lo último de la edad humana, teniendo cerca de cien años o más, ven acá, llama a cuentas a tu edad.

CAPITULO IV

¿Cuál, pues, es la causa de esto? El vivir como si hubiereis de vivir para siempre, sin que vuestra fragilidad os despierte. Teméis como mortales todas las cosas, y como inmortales las deseáis. Dime, cuando esto propones, ¿qué seguridad tienes de más larga vida? ¿Quién te consentirá ejecutar lo que dispones? ¿No te avergüenzas de reservarte para las sobras de la vida, destinando a la virtud sólo aquel tiempo que para ninguna cosa es de provecho? ¡Oh cuán tardía acción es comenzar la vida cuando se quiere acabar! ¡Qué necio olvido de la mortalidad es diferir los santos consejos hasta los cincuenta años, comenzando a vivir en edad a que son pocos los que llegan! A muchos de los poderosos que ocupan grandes puestos, oirás decir que codician la quietud, que la alaban y la prefieren a todos los bienes; que desean bajar de aquella altura; porque cuando falten males exteriores que les acometan y combatan, la misma buena fortuna se cae de suyo.

CAPITULO V

El divo Augusto, a quien los dioses concedieron más bienes que a otro alguno, andaba siempre deseando la quietud, y pidiendo le descargasen del peso de la república. Todas sus pláticas iban enderezadas a prevenir descanso, y con este dulce, aunque fingido consuelo de que algún día había de vivir para sí, entretenía sus trabajos. Aquel que veía pender todas las cosas de su voluntad, y el que hacía felices a todas las naciones; ese cuidaba gustoso del día en que se había de desnudar de aquella grandeza. Conocía con experiencia cuánto sudor le habían costado aquellos bienes, que en todas partes resplandecen, y cuánta parte de encubiertas congojas encierran, habiéndose hallado forzado a pelear primero con sus ciudadanos, después con sus compañeros, y últimamente con sus deudos, en que derramando sangre en mar y tierra, acosado por Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia, y casi por todas las demás provincias del orbe, pasó a batallas externas los ejércitos cansados de mortandad romana, mientras pacifica los Alpes, y doma los enemigos mezclados en la paz y en el Imperio; y mientras ensancha los términos pasándolos del Reno, Éufrates y Danubio, se estaban afilando contra él en la misma ciudad de Roma las espadas de Murena, de Scipión, de Lépido y los Egnacios, y apenas había deshecho las asechanzas de éstos, cuando su propia hija y muchos mancebos nobles, atraídos con el adulterio como si fuera con juramento, ponían temor a su quebrantada vejez: después de lo cual le quedaba una mujer a quien temer otra vez con Antonio. Finalmente deseaba la quietud, y en la esperanza y pensamiento de ella descansaban sus trabajos. Éste era el deseo de quien podía hacer que todos consiguiesen los suyos. Marco Tulio Cicerón, perseguido de los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos manifiestos, y otros no seguros amigos; mientras arrimando el hombro tuvo a la república que se iba a caer, padeció con ella tormentas; apartado finalmente, y no quieto con los prósperos sucesos, y mal sufrido con los adversos, abominó muchas veces de aquel su consulado tan sinfín, aunque no sin causa alabado. ¡Qué lamentables palabras pone en una carta que escribió a Ático después de vencido Pompeyo, y estando su hijo rehaciendo en España las quebrantadas armas! «¿Pregúntasme qué hago aquí? Estoy me en mi Tusculano medio libre.» Y añadiendo después otras razones, en que lamenta la edad pasada, se queja de la presente y desconfía de la venidera.

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