Cabalgata De Montaigne
Enviado por cindypatricia • 25 de Mayo de 2012 • 31.922 Palabras (128 Páginas) • 515 Visitas
Cabalgata con montaigne
Una serena sabiduría en la encrucijada de la modernidad
Víctor Palacios Cruz
* Las notas a pie de páginas del texto original se han suprimido únicamente por razones de espacio.
Contaba Nietzsche que cada vez que abría Los ensayos le crecía una pierna o un ala. Aquella única publicación de Michel de Montaigne –divagatoria, miscelánea, fascinante– creó una brecha entre los géneros de la literatura filosófica, historiográfica y didáctica del siglo XVI y, con esa mezcla de frescor y consistencia de los clásicos precoces, inició el periplo de un estilo que atravesó airoso las modas y las ideas y goza todavía de espléndida salud.
Los ensayos (Les essais) es el libro detrás de los grandes libros de la tradición europea. Es la presencia, callada o revulsiva, que se halla implícita en los Ensayos de Bacon, el Discurso del método de Descartes, los Pensamientos de Pascal, el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, las Confesiones de Rousseau y otros. Es también un alimento agradecido en el Nietzsche crítico de la modernidad y un claro en las tinieblas para un Horkheimer afligido al término de las dos grandes guerras del siglo anterior.
En una misiva a Louise Colet, Gustave Flaubert prorrumpe de este modo: “Estoy releyendo a Montaigne. ¡Es singular hasta qué punto estoy lleno de ese individuo! […] Tenemos los mismos gustos, las mismas opiniones, la misma manera de vivir, las mismas manías. Hay gente a la que admiro más que a él, pero no hay a quien evocaría más a gusto, y con quien charlaría mejor”.
Su biógrafo Jean Lacouture habla de él como “uno de los fundadores de la introspección” y “uno de los inventores de la sensibilidad y de la cultura occidental”. Para Tzvetan Todorov, se trata del “primer verdadero humanista” en el sentido de aquel que piensa no que el humano es un ser formidable, sino uno indeterminado que tiene en la libertad la ocasión de su felicidad o su desdicha.
¿Es decir demasiado? Narrando un avatar muy castellano, Cervantes talló un arquetipo universal. De este francés nacido en Gascogne (Gascuña) podría decirse que, ocupándose de asuntos personales, alentado por sus lecturas preferidas y sin deseos de escribir más que para sus amigos y parientes, acumuló un grueso de folios que con incomparable amenidad anticiparon algunas de las referencias que la mentalidad europea, incluso contemporánea, ha aprendido a asumir, apreciar o al menos extrañar: la conciencia de la individualidad, la defensa de la libertad, la reflexividad unida a una gran vitalidad, la exhortación al diálogo, la celebración de la pluralidad, el valor formativo de los viajes y el sentido inclusivo de la tolerancia. A lo que se añade la originalidad con que Montaigne profesa una consonancia entre la mesura aristotélica y el fervor de los amantes del mundo, entre la ignorancia socrática y la avidez de lecturas y encuentros, y entre la certeza de la propia finitud y una sincera confianza en el infinito.
Si, como dice Sándor Marai, describiendo el implacable proceso de estatalización y despersonalización de la sociedad húngara bajo la ocupación comunista, el mayor de los aportes del Viejo Continente a la historia es la consolidación del individuo y del sentimiento burgués, entendido no como una autocomplacencia social sino como el cultivo decidido de la propia alma, no cabe, entonces, la menor duda de que Michel de Montaigne es un prócer de la cultura europea.
En la carta al lector de Los ensayos se lee: “yo mismo soy la materia de este libro”, “me pinto a mí mismo”. ¿Es acaso el inicio de un despliegue de vanidad de un millar y medio de páginas? ¿Es el preludio de un moroso ejercicio de ensimismamiento y evocación al modo de Marcel Proust? Harold Bloom dice que uno termina de leer al gascón y aún quiere saber más de él. El índice de Los Ensayos presenta estos encabezados: “sobre los caballos”, “sobre la oratoria”, “sobre la crueldad”, “sobre el dormir”, “sobre la guerra”, “sobre Cicerón”… ¿Qué extraña manera de tratar de uno mismo? Montaigne mismo confiesa: “no he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí”. Versando sobre asuntos ajenos ha garabateado un retrato de sí.
Pero en otro momento esclarece: “sea lo que sea, quiero serlo fuera del papel”, pues “yo soy cualquier cosa antes que un escritor de libros. Mi cometido es dar forma a mi vida”. Finalmente, el hombre desborda el texto, el yo se sitúa más allá de los actos y sus resultados. La vida, inaprehensible, aletea sobre el olor de la tinta y se escabulle para siempre. No accederemos jamás a esa cámara secreta.
Biografía
Michel nació el 28 de febrero de 1533, en el castillo que su padre, Pierre Eyquem, había adquirido, gracias a la herencia familiar, con esperanzas de promoverse dentro de la sociedad francesa, en Perigord (suroeste francés, cerca de Bordeaux –Burdeos–, región de Gascogne). Por lo que parece, Pierre transformó el afán de estatus y poder de sus antepasados en una ambición más personal y acorde con los gustos de la época. “Puso las bases para una magnífica biblioteca, invitó a su casa a hombres ilustrados, humanistas y profesores, y, sin abandonar la administración de su cuantioso patrimonio y de sus extensas posesiones rurales, consideró su deber de noble servir en la paz a su patria como antes había servido al rey en la guerra”.
Michel nació tras la muerte de dos hijos varones. Lo que explica el esmero que puso Pierre en su crianza, para la cual no escatimó ni riesgos ni inversiones. Siguiendo una “pedagogía inspirada en Erasmo”, procuró para su hijo “latín precoz, libertad de costumbres, artes aplicadas y dulzura de trato”, con el fin de formarlo como a un “gentilhombre auténtico, señor de gran estilo, por el que su casa se haría reconocer al fin”.
En una sociedad de bienestar como la nuestra, uno esperaría de tales desvelos el mismo y la sobreprotección. Con el autor de Los ensayos sucedió lo contrario. El primer paso en el programa educativo de su progenitor consistió, a los pocos meses de nacido, en apartarlo de sí y depositarlo no en manos de una nodriza, como se estilaba en la aristocracia de entonces, sino en la casa de un humilde leñador, jornalero suyo, con el fin de que se habituase tempranamente a una existencia de rigor y carestía.
Cuenta Michel: “si tuviera hijos varones, les desearía de buena gana mi suerte. El buen padre que Dios me otorgó ―que de mí no tiene sino agradecimiento por su bondad, pero ciertamente muy vivo― me mandó desde la cuna a criarme en una pobre aldea de las suyas, y me tuvo allí durante toda mi crianza, y todavía más, acostumbrándome a la forma
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