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Dialogos En El Infierno


Enviado por   •  2 de Abril de 2013  •  2.494 Palabras (10 Páginas)  •  571 Visitas

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DIALOGO PRIMERO

Maquiavelo-Me han dicho que en las orilla de esta desierta playa

tropezaría con la sombra del gran Montesquieu. ¿Es acaso la que tengo

ante mis ojos?

Montesquieu- ¡Ho Maquiavelo! A nadie cabe aquí el nombre de Grande.

Mas si, soy el que buscáis.

Maquavelo-De los personajes ilustres cuyas sombras pueblan esta

lóbrega morada, a nadie tanto anhelaba encontrar como a Montesquieu.

Relegado a esta región desconocida por la migración de las almas, doy

gracias al azar por haberme puesto por fin en presencia del autor de El

Espíritu de las Leyes.

Montesquieu-El antiguo secretario de Estado de la república florentina no

ha olvidado aún su lenguaje cortesano. ¿Pero qué, de no ser angustias y

pesares, podríamos compartir quienes hemos llegado a estas sombrías

riberas?

Maquavelo-¿Cómo puede un filósofo, un estadista, hablar así? ¿Qué

importancia tiene la muerte para quienes vivieron del pensamiento, puesto

que el pensamiento nunca muere? Por mi parte, no he conocido condición

más tolerable que la proporcionada aquí hasta el día del juicio final.

Exentos de las preocupaciones y cuidados de la vida material, vivir en los

dominios de la razón pura, poder departir con los grandes hombres, de

cuya fama ha hecho eco el universo todo; seguir desde lejos el curso de

las revoluciones en los Estados, la caída y transformación de los imperios;

meditar acerca de sus nuevas constituciones, sobre las modificaciones

sobrevenidas en las costumbres de los pueblos europeos, los progresos

de su civilización en la política, las artes y la industria, como también en la

esfera de las concepciones filosóficas. ¡Qué espectáculo para el

pensamiento! ¡Cuántos puntos de vista nuevos! ¡Qué insospechados

descubrimientos! ¡Cuántas maravillas, si hemos hecho de dar crédito a las

sombras que aquí descienden! La muerte es para nosotros algo así como

un profundo retiro donde terminamos de recoger las enseñanzas de la

historia y los títulos de la humanidad. Ni siquiera la nada logra romper los

lazos que nos unen a la tierra, pues la posteridad se cuida de aquellos

que, como vos, han impulsado grandes movimientos del espíritu humano.

En este momento, casi la mitad de Europa se rige por vuestros principios;

y ¿quién podría atravesar mejor, libre de miedos, el sombrío pasaje que

conduce al infierno o al cielo, que aquel que se presenta con tales y tan

puros títulos de gloria ante la justicia entera?

Montesquieu-¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva

modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor

del Tratado del Príncipe.

Maquaivelo-Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan.

¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que

de mí solo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha

proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las

tiranías; ha traído sobra mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos

el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al

parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin

embargo, ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una

república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua

contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin lí

la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos

los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático

como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y

rompía los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada

entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear

como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que

manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de

aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de

Soderini, los Verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la

libertad, sucumbí con el; viví proscripto, sin que la mirada de príncipe

alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida

y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el

odio de la posteridad. Quizá sea el cielo mas justo conmigo.

Montesquieu- Conocía todo eso. Maquiavelo, y en razón de ello nunca

logré comprender cómo el patriota florentino, el servidor de una república,

pudo convertirse en el fundador de esa lóbrega escuela que os ha dado

como discípulo a todas las testas coronadas, apropiada para justificar los

más grandes crímenes de la tiranía.

Maquiavelo-¿Y si os dijera que ese libro tan solo fue una fantasía de

diplomático? que no estaba destinado a la imprenta; que tuvo una

publicidad ajena a la voluntad del autor; que fue concebido al influjo de

ideas entonces comunes a todos los principados italianos, ávidos de

engrandecerse a expensas el uno del otro y dirigidos por una astuta

política que considera al más pérfido como el más hábil...?

Montesquieu-¿Es este vuestro verdadero pensamiento? Ya que me

habláis con tanta franqueza, os diré que también es el mío y que participo

al respecto de la opinión de muchos de aquellos que conocen vuestra vida

y han leído atentamente vuestras obras. Sí, sí, Maquiavelo, y la confesión

os honra; en aquel entonces no dijisteis lo que pensabais o lo dijisteis bajo

el imperio de sentimientos personales que por un instante ofuscaron

vuestra razón elevada.

Maquavelo-Os engañáis, Montesquieu, siguiendo el ejemplo de otros que

me han juzgado como vos. Mi único crimen fue decir la verdad a los

pueblos como a los reyes; no la verdad moral, sino la verdad política; no la

verdad como debería ser, sino como es, como será siempre. No soy yo el

fundador de la doctrina cuya paternidad me atribuyen; es el corazón del

hombre. El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo.

Moisés, Sesostris, Salomón, Llisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia;

Agátocles, Rómulo, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico,

...

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