Hostoria De La Pedagogia
Enviado por sofia24032012 • 9 de Marzo de 2015 • 2.809 Palabras (12 Páginas) • 247 Visitas
20. SÓCRATES Y SU MAGISTERIO
Sócrates de Atenas, hijo de un escultor y una comadrona, fue el hombre que reaccionó con todas sus energías contra la perversión de la sofística, no en defensa de la ética aristocrática, ni tampoco de la democrática, en la forma como se había constituido históricamente, sino de los que hoy llamaríamos los derechos de la libre conciencia individual que considera con seriedad casi religiosa sus deberes morales y políticos.
Sócrates no escribió nada. Se sabe que nació en 470 ó 469 a. C., que vivió siempre en Atenas,menos cuando tuvo que participar como soldado en campañas guerreras, que se mantuvo alejado dela política activa, pero discutió siempre con fervor en toda ocasión y lugar los conceptos rectores dela política y la vida humana en general, como la justicia, la santidad, el valor y la virtud, y que en eln periodo de la restauración democrática posterior a la derrota de Atenas y la imposición por Espartade los Treinta Tiranos (con los cuales por lo demás se había negado a colaborar), fue acusado de corromper a los jóvenes y de enseñar creencias contrarias a la religión del Estado. Procesado, se defendió exaltando su misión educativa y declarando que no la descuidaría jamás en interés mis modo los ciudadanos. Reconocido culpable, se le invitó (según el procedimiento ateniense) a proponer él mismo una pena: propuso que se le mantuviese de por vida en el pritaneo como se hacía con los beneméritos de la patria. Fue condenado a beber la cicuta por una mayoría mucho más alta que laque lo había declarado culpable. Acató la condena “con filosofía”, se rehusó a huir de la cárcel,como hubiera podido hacerlo sin dificultad, y en fin bebió la cicuta serenamente después de haberdiscutido sobre la inmortalidad del alma con un grupo de amigos y discípulos (399 a. C.).
Para reconstruir su pensamiento y hacernos una idea de lo que fue su enseñanza disponemos de tres fuentes principales: los diálogos de su excelso discípulo Platón, en los cuales aparece casi siempre como protagonista; algunas obras de Jenofonte (cf. § 23); los testimonios de Aristóteles.
Tenemos además una feroz caricatura del filósofo trazada por el comediógrafo Aristófanes, quien lo representa al frente de una escuela propia de pago donde, en un “pensadero”, contempla el cielo, suspendido en el aire dentro de un cesto, mientras sus discípulos, con la nariz pegada al suelo, indagan los misterios subterráneos.
Pero la sátira de Aristófanes está dirigida contra todos los filósofos en general, y en especial contra los sofistas, resumidos en la persona de Sócrates únicamente porque era el único ateniense que se ocupaban de filosofía y era familiar a todos los espectadores. Las tres fuentes precitadas concuerdan en negar que Sócrates haya enseñado nunca por dinero, y tanto menos las doctrinas
filozoístas que le atribuye Aristófanes. Por lo demás, los fragmentarios testimonios de Aristóteles parecen repetir los de Platón y Jenofonte, aunque el de este último es demasiado mezquino como
para justificar la enorme influencia que Sócrates ha ejercido en todos los tiempos, de forma que, en último término, hay que atenerse únicamente a Platón, aprovechando a los otros sólo para distinguir en la compleja figura del Sócrates platónico el núcleo de las doctrinas que pertenecen al Sócrates histórico.
Sócrates tuvo en común con los sofistas el interés por los problemas del hombre más bien que por los cosmológicos y naturales, así como por el problema de cuál es la mejor formación para que el ciudadano sea capaz, si ocurre, de gobernar dignamente su ciudad. Los sofistas enseñaban el arte de gobernar sólo en el sentido de que enseñaban el arte de lucirse ante las asambleas, cuando no francamente a servirse sin escrúpulos de todos los medios, inclusive la demagogia y la violencia, para llegar al poder. Pero en cambio no enseñaban lo que un hombre debería saber sobre todas las cosas: en qué residía el verdadero bien de la ciudad y por tanto cuál era verdadero bien para los hombres que la componían. Pretendían enseñar la virtud, pero sólo enseñaban a hacer carrera.
Aunque a decir verdad, en último término, ¿es verdaderamente posible enseñar la virtud?
Sócrates vuelve a plantear el problema ab imis fundamentis; no lo persuaden ni la solución conservadora de Píndaro (cf. § 8), ni la demasiado optimista y extrínseca de los sofistas: la virtud es para él, a un tiempo, conocimiento del bien y propensión a hacerlo, tan es así que las virtudes (la valentía, la santidad, la justicia, etc.), no se pueden definir por separado, sino que todas ellas implican una cierta conciencia superior de lo que es verdadera y universalmente “preferible” para el hombre, es decir, del bien. ¿Es posible enseñar esa conciencia? La solución socrática del problema se puede esquematizar de la manera siguiente: la virtud no se puede enseñar desde fuera, es decir, no se puede trasmitir con las palabras, sin embargo, se la puede suscitar en el ánimo de los seres humanos, que la llevan embrionariamente dentro de sí, mediante una oportuna acción educativa.
Esta acción educativa se articula esencialmente en dos momentos, el de la ironía y el de la mayéutica.
Sócrates tiene un profundo sentido de la interioridad: hace suyo el lema grabado sobre el frontón del templo de Delfos, “Conócete a ti mismo”, e interpretándolo como una exhortación al examen incesante de sí mismo se esfuerza por suscitar en los otros el deseo de realizarlo. A menudo se refiere también a un misterioso demonio que lo inspira impidiéndole sobre todo cometer malas
acciones; ese demonio parece un pariente cercano de lo que hoy llamamos comúnmente “voz de la
conciencia”.
Pero conocerse a sí mismo significa ante todo conocer los propios límites, la propia ignorancia;
quiere decir “saber que no se sabe”. Cuenta Sócrates a sus jueces, en la Apología platónica, que
habiendo regresado un admirador suyo de Delfos le refirió una respuesta del oráculo según la cual
Sócrates mismo era el más sabio de los griegos, a lo que él se maravilló sobremanera porque no le
parecía ser sabio en modo alguno. De todas formas, empezó a interrogar a sus conciudadanos y
cayó en la cuenta que incluso los más versados en este o aquel arte sabían, sí, muchas cosas, pero en cambio de muchísimas más otras no sabían nada aunque presumían de saberlas. Comprendió entonces lo que el dios había querido decirle: los otros no saben, pero creen que saben. Y al parecer,
concluye, a esta pequeñez se debe el que yo sea más sabio, porque no creo saber lo que no sé.
La ironía socrática se reduce a esto: hacer que el
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