PLATÓN: EL MITO DEL CARRO A LADO
Enviado por eliz940604 • 5 de Marzo de 2013 • Informe • 1.766 Palabras (8 Páginas) • 704 Visitas
PLATÓN: EL MITO DEL CARRO A LADO
“Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva unidos a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los cocheros de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía una yunta de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo.
Y, ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquella. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras.
Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.
El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y se acaba. Por cierto que Zeus, el poderosos señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y dáimones ordenados en once filas. Pues Hestia (la Tierra) se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de las órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las beatíficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tiene que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está del otro lado del cielo.
A este lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto – ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro – como ese otro que nosotros llamamos entes -, sino esa ciencia que es de lo que
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