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REAL, JUSTO, LEGAL


Enviado por   •  6 de Marzo de 2014  •  1.906 Palabras (8 Páginas)  •  282 Visitas

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Esto está bien, aquello no se hace.

Hay una edad en la que somos muy vulnerables. No sólo requerimos la asistencia y el cuidado de nuestros mayores. También aprendemos de ellos a hablar y, en esa absorción acrítica de la cultura, no somos capaces de defendernos de las asechanzas del lenguaje. Cuando crecemos y podemos valernos por nosotros mismos, ya es tarde: aquello que hemos aprendido de pequeños se nos antoja natural, razonable y hasta necesario, a menos que algún choque emocional de cierta intensidad nos mueva a poner en tela de juicio, muy esporádicamente, lo que alguna vez nos enseñaron.

Este mecanismo abarca, con eficacia paulatinamente decreciente, nuestras experiencias de la escuela, el colegio secundario y la universidad; pero el momento más intenso corresponde a la primera infancia, cuando las palabras van revelando su contenido, en multitud de pequeñas explosiones como las de pompas de jabón, al compás de comparaciones que nosotros mismos hacemos entre hechos, actitudes y oraciones y que, luego de empleadas para construir el concepto, olvidamos acaso para siempre.

En esa época aprendemos a distinguir lo blanco de lo negro, lo frío de lo caliente, lo (más) grande de lo (más) pequeño. Pero también se nos enseña a separar lo que está bien de lo que está mal, lo que se hace de lo que no se hace. Y nadie nos muestra la sutil diferencia que hay entre esas comparaciones, porque los mayores, a su vez, fueron educados de la misma manera.

Sin embargo, aquella diferencia no es difícil de advertir cuando la examinamos con algún detenimiento. El blanco y el negro son maneras en que la luz se refleja en los objetos; salvo los ciegos y algunos daltónicos (que normalmente saben que lo son), todos tenemos el mismo aparato de percepción visual y – matices aparte – estamos de acuerdo sin dificultades acerca de qué objetos son blancos y qué objetos son negros o de algún otro color. Esta coincidencia de criterios perceptivos se halla tan cerca de la unanimidad que no se nos ocurre pensar que un objeto es blanco porque todos creemos que es blanco sino, por el contrario, que todos advertimos que es blanco porque de hecho es blanco. El color, concluimos, es una característica “objetiva”: está presente en la realidad para que cualquiera pueda verla; y, si algún distraído tuviera una creencia diferente de la correcta, no podría seguir sosteniéndola de buena fe después de haber visto claramente el objeto.

Lo grande y lo pequeño, como lo frío y lo caliente, son términos comparativos. Cuando decimos que A es mayor que B, o que está más caliente, cada uno de los objetos

observados sirve de comparación con el otro. Cuando decimos simplemente que un objeto es grande, o que es frío, sin compararlo expresamente con otro, no hacemos otra cosa que tener en mente un patrón de tamaño o de temperatura, que juzgamos adecuado al tipo de objetos al que nos referimos. Elegir qué objetos comparar, escoger un patrón ideal de comparación, son decisiones que adoptamos pragmáticamente y en las que podemos disentir entre distintos observadores o entre distintos momentos; pero ninguno de nosotros tiene inconvenientes en admitir esta relatividad y, una vez identificado el punto de comparación, nadie puede equivocarse luego de la observación empírica, porque el tamaño y la temperatura son características que todos percibimos de la misma manera. Se trata, aquí también, de características “objetivas”1.

En cambio, para apreciar la diferencia entre un acto bueno y otro malo, o no tan bueno, de poca ayuda nos sirve la observación. Nuestro juicio remite, en última instancia, a aquellas experiencias infantiles en las que fuimos elogiados o reprendidos, o a nuestras observaciones acerca de terceros que fueron elogiados o reprendidos por personas a las que, acríticamente, nos sentíamos sometidos. Como muchos fuimos enseñados (aproximadamente) de la misma manera, porque compartimos una cultura, es común que varios de nuestros criterios últimos coincidan de hecho. Pero, cuando encontramos un interlocutor que sostiene una creencia moral diferente, no podemos demostrarle la verdad mediante la simple observación: su aparato de “percepción de lo bueno” es distinto del nuestro, porque no tuvo las mismas experiencias infantiles o, de tenerlas, ha decidido apartarse de ellas en virtud de alguna otra vicisitud de su vida personal.

Sin embargo, no pensamos en esta diferencia y, seguros de nuestras propias convicciones, atribuimos al otro alguna dosis de ceguera moral o aun de perversidad o de mala fe2. Es que usamos para valorar lo que preferimos los mismos giros lingüísticos que empleamos para describir lo que vemos; simbolizamos aquellas valoraciones con adjetivos gramaticalmente semejantes a cualquier otro y, llevados por convicciones individualmente arraigadas pero escasamente analizadas, damos por supuesto que tales adjetivos indican elementos “objetivos” de una realidad que no atinamos a identificar.

En ética, en efecto, todos usamos palabras como “bueno”, “malo”, “correcto”, “incorrecto”, “justo” e “injusto”. Pero, si se nos pregunta qué queremos decir cuando atribuimos a un estado de cosas o a una conducta esos adjetivos, en la mayoría de los casos quedamos perplejos: ¿acaso no sabe nuestro interlocutor distinguir el bien del mal, 1 El carácter comparativo de los conceptos del ejemplo no hace subjetiva la comparación misma. De hecho, entre dos objetos blancos puede haber uno más blanco que el otro, como bien saben los propagandistas del jabón en polvo.

2 A veces se observa que una persona, luego de expresar una valoración profundamente sentida, nos interpela: ¿Entiende? Si no entendemos el valor de su planteo, somos para él poco perspicaces. Si no “queremos entender” (esto es, si disentimos abiertamente), es probable que nos tenga por malvados.

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