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Arte Y Comunicacion


Enviado por   •  24 de Octubre de 2013  •  3.648 Palabras (15 Páginas)  •  393 Visitas

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Gregor ha vuelto a casa después de su aventura en las Tierras Bajas (Gregor. La Profecía del Gris). Pero la tranquilidad no le durará mucho tiempo: su hermana Boots desaparece misteriosamente. Gregor descubre que ha sido raptada y conducida otra vez a las Tierras Bajas.

¿Por qué? La clave está en la Profecía de la Destrucción: Gregor es el guerrero del que habla la profecía, el que deberá proteger a la sociedad de Regalia de la amenaza de las ratas gigantes. Tiene la inteligencia, la habilidad y el valor necesario para enfrentarse a nuevos peligros pero, ¿y si la Profecía de la Destrucción quería decir otra cosa?

PARA CAP

Capitulo primero

C

uando Gregor abrió los ojos, tuvo la clara sensa¬ción de que alguien lo estaba observando. Reco¬rrió con la mirada su minúscula habitación, tratando de no mover un músculo. No se veía nada en el techo, ni encima de la cómoda. Y entonces la descubrió, sentada sobre el alféizar de la ventana, totalmente inmóvil excepto por el leve estremecimiento de sus antenas. Era una cuca¬racha.

—Te la estás jugando —le dijo Gregor en voz baja—. ¿Acaso quieres que te vea mi madre?

La cucaracha frotó sus antenas una contra la otra, pero no hizo ademán de escapar. Gregor suspiró, alargó la mano para coger el viejo tarro de mayonesa que le servía de cubilete para los lápices, lo vació sobre la cama y, con un rápido movimiento, atrapó con él al insecto.

Ni siquiera tuvo que levantarse para hacerlo. Su ha¬bitación no era en realidad una habitación, sino más bien un espacio pensado como despensa o almacén. Su cama estaba encajonada dentro, en el extremo del pasillo, de modo que, para acostarse, Gregor sólo tenía que subirse y reptar hasta su almohada. En la pared, frente al pie de la cama, había una hornacina con el espacio justo para albergar una estrecha cómoda, aunque los cajones sólo se podían abrir unos veinte centímetros. Los deberes tenía que hacerlos sentado en la cama, con una tabla de madera sobre las rodillas. Y no había puerta, pero Gregor no se quejaba. Tenía una ventana que daba a la calle, los techos eran altos y bonitos, y disfrutaba de más intimidad que el resto de su familia. Nadie solía en¬trar en su habitación... excepto las cucarachas.

A propósito de cucarachas, ¿qué les pasaba última¬mente? Siempre había habido alguna que otra en el apar¬tamento, pero ahora Gregor tenía la impresión de verlas por todas partes; cada vez que se daba la vuelta, ahí había una. No huían, ni trataban de esconderse. Se quedaban ahí sentadas... observándolo. Era extraño. Y Gregor no daba abasto para salvarles la vida.

El verano pasado, cuando una cucaracha gigante sa¬crificó su propia vida para salvar la de Boots, su hermanita de dos años, a muchos kilómetros bajo tierra, Gregor se juró a sí mismo no volver a matar a una cucaracha en su vida. Pero si su madre veía alguna, estaba perdida. Era tarea de Gre¬gor sacarlas de casa antes de que su madre conectara su ra¬dar anticucarachas. Cuando aún hacía buen tiempo, se había limitado a atraparlas y sacarlas de casa por la escalera de in¬cendios. Pero ahora que era diciembre, temía que los insec¬tos se murieran de frío si los dejaba a la intemperie, por eso últimamente había optado por meterlas en el fondo del cubo de basura de la cocina. Pensaba que sería un buen lugar para ellas.

Gregor empujó a la cucaracha fuera del alféizar, hasta conseguir que entrara en el tarro de mayonesa. Se escabu¬lló por el pasillo, pasó por delante del cuarto de baño y el dor¬mitorio que sus hermanas Boots y Lizzie, de siete años, com¬partían con su abuela, hasta llegar al salón. Su madre ya se había marchado. Le tocaba el turno del desayuno en la cafe¬tería en la que trabajaba de camarera los fines de semana. En¬tre semana trabajaba todo el día en la recepción de la con¬sulta de un dentista, pero últimamente no les alcanzaba sólo con ese sueldo.

El padre de Gregor dormía en el sofá. Ni siquiera dormido estaba quieto. Sus dedos temblaban, y de vez en cuando tiraba de la manta que lo cubría, mientras musitaba en voz baja. Su padre. Su pobre padre...

Había quedado destrozado después de permanecer más de dos años y medio prisionero de espantosas ratas gi¬gantes, a kilómetros bajo tierra. Durante el tiempo que pasó en las Tierras Bajas, como llamaban a ese lugar sus habi¬tantes, las ratas le habían hecho pasar mucha hambre, lo ha¬bían privado de luz y lo habían maltratado físicamente de mil maneras distintas sobre las que nunca hablaba. Sufría te¬rribles pesadillas, y a ratos le costaba distinguir la fantasía de la realidad, incluso cuando estaba despierto. Esto empeoraba cuando tenía fiebre, lo cual sucedía a menudo, pues pese a haber acudido al médico repetidas veces, no lograba librarse de una extraña enfermedad que había contraído en las Tie¬rras Bajas.

Antes de que Gregor cayera tras los pasos de Boots por una rejilla de ventilación que había en la lavandería, en el sótano de su edificio, este siempre había pensado que todo volvería a ser fácil una vez que su familia se hubiera reunido de nuevo. Todo era mil veces mejor ahora que su padre ha¬bía vuelto, eso Gregor lo sabía, pero fácil, desde luego, no era.

Gregor entró en la cocina sin hacer ruido y metió a la cucaracha en el cubo de la basura. Dejó el tarro en la encimera y se dio cuenta de que no había nada sobre ella. En la nevera sólo quedaba medio litro de leche, una botella de zumo de manzana, que apenas daba para un vaso, y un tarro de mos¬taza. Gregor se armó de valor y abrió la despensa. Había me¬dia barra de pan, un poco de mantequilla de cacahuete y un paquete de cereales. Agitó este para comprobar cuántos que¬daban, y dejó escapar un suspiro de alivio. Había comida su¬ficiente para el desayuno y el almuerzo. Y como era sábado, Gregor no tendría que comer allí, se iba a casa de la señora Cormaci, a echarle una mano.

La señora Cormaci. Era extraño cómo en los últi¬mos meses había pasado de ser su vecina cotilla a convertirse en una especie de ángel de la guarda. Poco después de que él, Boots y su padre regresaran de las Tierras Bajas, Gregor se la encontró en el descansillo.

—Y bien, jovencito, ¿dónde has estado? —le pre¬guntó—. Has tenido en vilo a todo el edificio —Gregor le soltó la historia que su familia y él habían inventado para la oca¬sión: el día que desaparecieron de la lavandería, había sacado a Boots a jugar un ratito al parque. Entonces se habían en¬contrado con su padre, que iba camino de Virginia para vi¬sitar

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