Candido
Enviado por romipanizzolo • 20 de Julio de 2014 • Tesina • 35.950 Palabras (144 Páginas) • 244 Visitas
Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor, cuando murió en Minden, el año de gracia de 1759.
CAPÍTULO 1 Cándido es educado en un hermoso castillo, y es expulsado de él.
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había sido devastado por el tiempo. El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le reían las gracias. La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era una muchacha de mejillas sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter. Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles. -Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto. Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como
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encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo. Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma. Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agra- dable de los castillos posibles.
CAPÍTULO II Cándido y los búlgaros.
Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber adónde ir, llorando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin, se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se llamaba Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de cansancio. Se paró con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul repararon en él: -Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura apropiada. Se aproximaron a Cándido y le invitaron a cenar muy educadamente. -Señores -les contestó Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor para mí, pero no puedo pagar mi parte. Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura? -Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación.
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-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos a consentir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben ayudarse entre sí. -Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto. Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan
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