El Maestro Ignorante
Enviado por Patitoquispe • 10 de Abril de 2014 • 6.311 Palabras (26 Páginas) • 446 Visitas
Capítulo Primero
Una aventura intelectual
En el año 1818, Joseph Jacotot, lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, tuvo una aventura intelectual.
Una carrera larga y accidentada le tendría que haber puesto, a pesar de todo, lejos de las sorpresas: celebró sus diecinueve años en 1789. Por entonces, enseñaba retórica en Dijon y se preparaba para el oficio de abogado. En 1792 sirvió como artillero en el ejército de la República. Después, la Convenciónlo nombró sucesivamente instructor militar en la Oficina de las Pólvoras, secretario del ministro de la Guerra y sustituto del director de la Escuela Politécnica. De regreso a Dijon, enseñó análisis, ideología y lenguas antiguas, matemáticas puras y transcendentes y derecho. En marzo de 1815, el aprecio de sus compatriotas lo convirtió, a su pesar, en diputado. El regreso de los Borbones le obligó al exilio y así obtuvo, de la
generosidad del rey de los Países Bajos, ese puesto de profesor a medio sueldo. Joseph Jacotot conocía las leyes de la hospitalidad y esperaba pasar días tranquilos en Lovaina.
El azar decidió de otra manera. Las lecciones del modesto lector fueron rápidamente apreciadas por los estudiantes. Entre aquellos que quisieron sacar provecho, un buen número ignoraba el francés. Joseph Jacotot, por su parte, ignoraba totalmente el holandés. No existía pues un punto de referencia lingüístico mediante el cual pudiera instruirles en lo que le pedían. Sin embargo, él quería responder a los deseos de ellos. Por eso hacía falta establecer, entre ellos y él, el lazo mínimo de una cosa común. En ese momento, se publicó en Bruselas una edición bilingüe de Telémaco. La cosa en común estaba encontrada y, de este modo, Telémaco entró en la vida de Joseph Jacotot. Hizo enviar el libro a los estudiantes a través de un intérprete y les pidió que aprendieran el texto francés ayudándose de la traducción. A medida que fueron llegando a la mitad del primer libro, les hizo repetir una y otra vez lo que habían aprendido y les dijo que se contentasen con leer el resto al menos para poderlo contar. Había ahí una solución afortunada, pero también, a pequeña escala, una experiencia filosófica al estilo de las que se apreciaban en el siglo de la Ilustración. Y Joseph Jacotot, en 1818, era todavía un hombre del siglo pasado.
La experiencia sobrepasó sus expectativas. Pidió a los estudiantes así preparados que escribiesen en francés lo que pensaban de todo lo que habían leído. «Se esperaba horrorosos barbarismos, con impotencia absoluta quizá. ¿Cómo todos esos jóvenes privados de explicaciones podrían comprender y resolver de forma efectiva las dificultades de una lengua nueva para ellos? ¡No importa!. Era necesario ver dónde les había conducido este trayecto abierto al azar, cuáles eran los resultados de este empirismo desesperado. Cuál no fue su sorpresa al descubrir que sus alumnos, entregados a sí mismos, habían realizado este difícil paso tan bien como lo habrían hecho muchos franceses. Entonces, ¿no hace falta más que querer para poder? ¿Eran pues todos los hombres virtualmente capaces de comprender lo que otros
habían hecho y comprendido?»1
Tal fue la revolución que esta experiencia azarosa provocó en su interior. Hasta ese momento, había creído lo que creían todos los profesores concienzudos: que gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus discípulos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia. Sabía como ellos que no se trataba de atiborrar a los alumnos de conocimientos, ni de hacérselos repetir como loros, pero sabía también que es necesario evitar esos caminos del azar donde se pierden los espíritus todavía incapaces de
distinguir lo esencial de lo accesorio y el principio de la consecuencia. En definitiva, sabía que el acto esencial del maestro era explicar, poner en evidencia los elementos simples de los conocimientos y hacer concordar su simplicidad de principio con la simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e ignorantes. Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir conocimientos y formar los espíritus, conduciéndolos, según un orden progresivo, de lo más simple a lo más complejo. De este modo el discípulo se educaba, mediante la apropiación razonada del saber y a través de la formación del juicio y del gusto, en tan alto grado como su destinación social lo requería y se le preparaba para funcionar según este destino: enseñar, pleitear o gobernar para las elites letradas; concebir, diseñar o fabricar instrumentos y máquinas para las vanguardias nuevas que se buscaba ahora descubrir entre la elite del pueblo; hacer, en la carrera científica, descubrimientos nuevos para los espíritus dotados de ese genio particular. Sin duda, los procedimientos de esos hombres de ciencia divergían sensiblemente del orden razonado de los pedagogos. Pero no se extraía de eso ningún argumento contra ese orden. Al contrario, inicialmente es necesario haber adquirido una formación sólida y metódica para dar vía libre a las singularidades del genio.
Post hoc, ergo propter hoc.
Así razonaban todos los profesores concienzudos. Y así razonó y actuó Joseph Jacotot, en los treinta años de profesión. Pero ahora el grano de arena ya se había introducido por azar en la maquinaria. No había dado a sus «alumnos» ninguna explicación sobre los primeros elementos de la lengua. No les había explicado ni la ortografía ni las conjugaciones. Ellos solos buscaron las palabras francesas que correspondían a las palabras que conocían y las justificaciones de sus desinencias. Ellos solos aprendieron cómo combinarlas para hacer, en su momento, oraciones francesas: frases cuya ortografía y gramática eran cada vez más exactas a medida que avanzaban en el libro; pero sobretodo eran frases de escritores y no de escolares. Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del maestro? O, si no lo eran, ¿a quiénes y para qué eran entonces útiles esas explicaciones?
El orden explicador
Una luz repentina iluminó brutalmente, en el espíritu de Joseph Jacotot, esa evidencia ciega de cualquier sistema de enseñanza: la necesidad de explicaciones. Sin embargo, ¿qué hay más seguro que esta evidencia? Nadie conoce realmente más que lo que ha comprendido. Y, para que comprenda, es necesario que le hayan dado una explicación, que la palabra del maestro haya roto el mutismo de la materia enseñada.
Esta lógica, sin embargo, no deja de comportar cierta oscuridad. Veamos por ejemplo un libro en manos de un alumno. Este libro se compone de un conjunto de razonamientos destinados a hacer comprender una materia al alumno. Pero enseguida es el maestro el que toma
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