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El Sombrero Blanco


Enviado por   •  12 de Diciembre de 2012  •  922 Palabras (4 Páginas)  •  467 Visitas

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EL SOMBRERO BLANCO

El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en una música de fondo…

Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente, pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa.

Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido que yo insistía en darle.

En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar.

-Buen día- dijo con voz ronca.

-Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar.

EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo.

Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus ojos.

-¿Va a México?

-Sí- dije.

-Yo también. Es sacerdote.- afirmó.

-Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra.

-Yo soy general.

-¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego clavó sus ojos en los míos.

-Fui general en tiempos de Calles…

Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros; estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes.

Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la ventana.

Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo.

-¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido.

-No soy un asesino…

-¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz.

-¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto.

-Y que usted aceptó.

-Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude.

En ese momento noté que el anciano, aunque

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