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LOS TRES MOSQUETEROS


Enviado por   •  11 de Octubre de 2013  •  9.536 Palabras (39 Páginas)  •  643 Visitas

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EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,

PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,

LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS

A TENER EL HONOR DE CONTAR

A NUESTROS LECTORES

NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO

Hace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV, di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos larga por la Bastilla en Ams¬terdam, por el editor Pierre Rouge. El título me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.

No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, traza¬dos sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.

Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda, los detalles que he¬mos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto, nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.

D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.

Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había disimulado nombres tal vez ilus¬tres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se habían endosado la simple casaca de mos¬quetero.

Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra curiosidad.

Sólo el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta lle¬naría un folletón entero cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas investigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin, guiados por los consejos de nuestro ilustre y sa¬bio amigo Paulin Paris, un manuscrito in folio, con la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:

Memorias del señor conde de la Fère, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey Luis XIV.

Adivínese si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manus¬crito, última esperanza nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.

El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos apresuramos a solicitar permi¬so para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con el ba¬gaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje. Debemos decir que ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir pú¬blicamente a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobier¬no más bien poco dispuesto con los literatos.

Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito, restituyéndole el título que le conviene, com¬prometiéndonos a publicar inmediatamente la segunda si, como esta¬mos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.

Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.

Sentado esto, pasemos a nuestra historia.

Capítulo 1

Los tres presentes del señor D'Artagnan padre

El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mu¬jeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puer¬tas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hos¬tería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en mi¬nuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.

En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimien¬to de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la guerra al rey. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugono¬tes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Ri¬chelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.

Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.

Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos

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