La Miel Silvestre
Enviado por valentina5570 • 24 de Octubre de 2013 • 1.560 Palabras (7 Páginas) • 364 Visitas
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron
en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este
queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la
caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado
particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos
el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus
peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les
buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con
gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio
Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más
formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las
escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal
extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.
Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública,
sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su
temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico,
gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar.
En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con
leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del
bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su
deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una
noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa
quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa.
Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos
strom-boot.
Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y
sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que
contener el desenfado de su ahijado.
--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.
--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa
de colgarse el winchester al hombro.
--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si
quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por
un peón.
Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se
detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable
maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de
nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio
de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido,
Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.
Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.
--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los
tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su
padrino y dos peones regaban el piso.
--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.
--Nada... cuidado con los pies; la corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que
llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos,
alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada
en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente,
pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río
devorador. Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el
esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su
riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el
obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la
corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la
mordedura.
--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza
a su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no
respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la
invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la
noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había
concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho
más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su
acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,
azotarse
...