La Meta
Enviado por warias1 • 28 de Febrero de 2013 • Trabajo • 39.973 Palabras (160 Páginas) • 306 Visitas
La Meta
de Eliyahu Goldratt.
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Son las siete y media de la mañana. Sumido en mis pensa-mientos, conduzco mecánicamente mi Buick, camino de la fábri¬ca. Nada más cruzar la verja de entrada, la visión del rutilante Mercedes rojo, aparcado en el sitio reservado para mi coche, me devuelve bruscamente a la realidad, a una realidad ajena al silencio sosegado de la mañana, alejada del ritmo sereno con el que, uno tras otro, se han ido sucediendo mis pensamientos, hasta hace unos segundos.
Es el Mercedes de Bill Peach, lo conozco de sobra. Sólo él es capaz de llamar la atención de esa manera, aparcando en el hueco reservado para mi coche, aunque el resto de los aparcamientos estén vacíos, incluidos los destinados a las visitas. Pero Bill Peach no es una visita, es el vicepresidente de la división, y, como no sabe dis¬tinguir muy bien entre poder y autoridad, pretende acentuar la jerarquía invadiendo con su coche el lugar destinado para el direc¬tor de la fábrica. Es decir, mi sitio.
Conozco las reglas del juego, así que, una vez entendida la sutil indicación del vicepresidente, aparco con suavidad al lado del Mer-cedes, en el lugar reservado para el director financiero. Sin embar-go, ya no soy el mismo; el estómago se me ha encogido y el cora-zón me palpita mucho más deprisa, como si quisiera delatar un organismo que está empezando a descargar adrenalina. En este estado, y mientras me dirijo a la oficina, las preguntas se me entre-cruzan en la cabeza a la vez que voy adquiriendo la certeza de que algo malo tiene que pasar. ¿Qué estará haciendo Bill aquí, a estas horas de la mañana? A medida que avanzo, me repito una y otra vez lo mismo y —sin tiempo para deducir la respuesta—, tengo la dolorosa evidencia de que su visita me hará perder el día y, desde luego, esa magnífica hora u hora y media que me reservo al prin-cipio de la mañana para ordenar mis ideas, mis papeles y tratar de aligerar la cantidad de problemas que se acumulan sobre mi mesa
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en forma de carpetas, notas, facturas, proyectos... Un tiempo pre-cioso antes de que empiecen las reuniones, las llamadas, las suti-lezas o las brusquedades de los mil y un asuntos que se multiplican como los panes nuestros de cada día.
—«Señor Rogo» —me llaman.
Cuatro hombres salen apresuradamente por una de las puertas laterales de la fábrica. Vienen hacia mí sin darme tiempo, ni siquie-ra, a que entre en ella. Veo a Dempsey, el supervisor del turno; a Martínez, el enlace sindical; a uno de los operarios y a un encargado llamado Ray. Dempsey me trata de contar no sé qué «serio proble¬ma», al mismo tiempo que Martínez grita algo sobre una huelga, mientras el sujeto contratado habla atropelladamente de despotismo en el trato a los trabajadores, y Ray se desgañita diciendo que no pueden terminar un trabajo por falta de material. Yo estoy en medio, con la cabeza bloqueada, el corazón ahogado en adrenalina y el estómago suplicando una reconfortante taza de café.
Cuando consigo, por fin, apaciguar los ánimos, me entero de que Peach llegó una hora antes que yo a la planta, exigiendo ver la situación en la que se encontraba el pedido núm. 41427.
Normalmente, cualquier mando intermedio podría haber informado a Bill Peach sobre ése o cualquier otro pedido, pero la suerte quiso que, esta vez, nadie tuviera ni siquiera la más remota idea de aquel maldito 41427. Esto fue lo que dio lugar a que el desorden habitual se convirtiera en un caos generalizado. Peach ordenó a todo el mundo la búsqueda y captura del ya famoso pedi-do 41427, consiguiendo poner la fábrica patas arriba y bloquean¬do su funcionamiento.
En síntesis, resultó que era un pedido importante que estaba muy atrasado. Y, en honor a la verdad, debo decir que eso no era nuevo en una planificación en la que, históricamente, se habían definido cuatro tipos de prioridades para un pedido: «con prisas», «con muchas prisas», «con muchísimas prisas» e INMEDIATO. Sencillamente, parece imposible que tengamos una producción normalizada. Puedo asegurar que, aquella mañana, Peach tampoco contribuyó a que las cosas cambiaran.
Tan pronto como hubo descubierto que el 41427 no estaba, ni mucho menos, preparado para su envío, Peach comenzó a echar pestes a su alrededor, poniendo a Dempsey tan colorado como su Mercedes.
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Sus alaridos consiguieron que se localizaran las piezas que fal-taban para el submontaje. Estaban junto a una de las máquinas de control numérico, esperando su turno para ser procesadas. Pero resulta que los mecánicos no han hecho la preparación para meter dichas piezas. Están con otro trabajo urgente para dar salida a otro pedido con prioridad INMEDIATA.
Ni que decir tiene que a Peach le importa un comino el otro pedido por mucha «prioridad inmediata» que tenga. Las cosas están muy claras. Se ha levantado a las cinco de la mañana porque le preocupa que salga el pedido 41427 y, siguiendo el orden jerár-quico, ordena a Dempsey y a Ray que indiquen al mecánico lo que ha de hacer. A partir de este momento, la escena es más teatral que laboral. El mecánico les va mirando uno a uno y, tras unos segun-dos de tensión, con el rostro lleno de confusión, les explica que su ayudante y él han tardado una hora y media en preparar aquella máquina para realizar un pedido que todo el mundo parecía nece-sitar de una forma desesperada y que, ahora, le dicen que lo olvi¬de y vuelva a comenzar la preparación para hacer otra cosa. Peach ejerce todo el poder de la vicepresidencia e, ignorando al supervi¬sor y al encargado, se encara con el mecánico amenazándole con el despido si no se somete a sus deseos. El hombre se atreve a res-ponder que él es un mandado que sólo pide que se le den órdenes claras y no contradictorias. Entretanto, todo el mundo ha dejado de trabajar. Todos observan expectantes y tensos la escena. Me diri¬jo a los cuatro hombres, algo menos crispados tras la explicación.
—Bien, ¿dónde está Bill Peach? —pregunto.
—En su despacho —dice Dempsey.
—Muy bien. ¿Quiere, por favor, decirle que en un minuto estaré con él?
Dempsey corre hacia las oficinas mientras yo intento hacerme con la situación aclarando las cosas con Martínez —-el enlace sin-dical— y con el operario que es, precisamente, el que ha tenido el problema con Peach. Les digo que sólo hay un malentendido y un cierto nerviosismo mal expresado y les prometo que no habrá des-pidos ni suspensiones de sueldo ni nada de nada. Aunque más cal-mados, ni Martínez ni el operario parecen satisfechos del todo y llegan a pedir una disculpa de Peach, pretensión que, naturalmen¬te, yo no acepto.
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