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Caso Catalina


Enviado por   •  13 de Septiembre de 2012  •  3.761 Palabras (16 Páginas)  •  669 Visitas

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CATALINA

En las vacaciones de 189... Emprendí una excursión por la montaña, con el propósito de olvidar durante algún tiempo la Medicina, y especialmente las neurosis, propósito que casi había conseguido un día que dejé el camino real para subir a una cima, famosa tanto por el panorama que dominaba como por la hostería en ella enclavada. Repuesto de la penosa ascensión por un apetitoso refrigerio, me hallaba sumido en la contemplación de la encantadora lejanía, cuando a mi espalda resonó la pregunta: «El señor es médico, ¿verdad?», que al principio no creí fuera dirigida a mí: tan olvidado de mí mismo estaba. Mí interlocutora era una muchacha de diecisiete o dieciocho años, la misma que antes me había servido el almuerzo, por cierto con un marcado gesto de mal humor, y a la que la hostelera había interpelado varias veces con el nombre de Catalina. Por su aspecto y su traje no debía de ser una criada, sino una hija o una pariente de la hostelera. Arrancado así de mi contemplación, contesté: -Sí, soy médico. ¿Cómo lo sabe usted?

-Lo he visto al inscribirse en el registro de visitantes y he pensado que podría dedicarme unos momentos. Estoy enferma de los nervios. El médico de L., al que fui a consultar hace algún tiempo, me recetó varias cosas, pero no me han servido de nada. De este modo me veía obligado a penetrar de nuevo en los dominios de la neurosis, pues apenas cabía suponer otro padecimiento en aquella robusta muchacha de rostro malhumorado. Interesándome el hecho de que las neurosis florecieran también a dos mil metros de altura, comencé a interrogarla, desarrollándose entre nosotros el siguiente diálogo, que transcribo sin modificar la peculiar manera de expresarse de mí interlocutora:

-Bien. Dígame usted: ¿qué es lo que siente?

-Me cuesta trabajo respirar. No siempre. Pero a veces parece que me voy a ahogar.

No presenta esto, a primera vista, un definido carácter nervioso; pero se me ocurrió en seguida que podría constituir muy bien una descripción de un ataque de angustia, en la cual hacía resaltar la sujeto, de entre el complejo de sensaciones angustiosas, la de ahogo.

-Siéntese aquí y cuénteme lo que le pasa cuando le dan esos ahogos.

-Me dan de repente. Primero siento un peso en los ojos y en la frente. Me zumba la cabeza y me dan unos mareos que parece que me voy a caer. Luego se me aprieta el pecho de manera que casi no puedo respirar.

-¿Y no siente usted nada en la garganta? -Se me aprieta como si me fuera a ahogar. -Y en la cabeza, ¿nota usted algo más de lo que me ha dicho?

-Sí, me late como si fuera a saltárseme.

-Bien. ¿Y no siente usted miedo al mismo tiempo?

-Creo siempre que voy a morir. Y eso que de ordinario soy valiente. No me gusta bajar a la cueva de la casa, que está muy oscura, ni andar sola por la montaña. Pero cuando me da eso no me encuentro a gusto en ningún lado y se me figura que detrás de mí hay alguien que me va a agarrar de repente.

Así, pues, lo que la sujeto padecía eran, en efecto, ataques de angustia, que se iniciaban con los signos del aura histérica, o, mejor dicho, ataques de histeria con la angustia como contenido. Pero ¿no contendrían también algo más?

-¿Piensa usted algo (lo mismo siempre), o ve algo cuando le dan esos ataques?

-Sí; veo siempre una cara muy horrorosa que me mira con ojos terribles. Esto es lo que más miedo me da. Este detalle ofrecía, quizá, el camino para llegar rápidamente al nódulo de la cuestión. -¿Y reconoce usted esa cara? Quiero decir qué si es una cara que ha visto usted realmente alguna vez.

-No.

-¿Sabe usted por qué le dan esos ataques? -No.

-¿Cuándo le dio el primero?

-Hace dos años, cuando estaba aún con mi tía en la otra montaña. Hace año y medio nos trasladamos aquí, pero me siguen dando los ahogos. Era, pues, necesario emprender un análisis en toda regla. No atreviéndome a trasplantar la hipnosis a aquellas alturas, pensé que quizá fuera posible llevar a cabo el análisis en un diálogo corriente. Se trataba de adivinar con acierto. La angustia se me había revelado muchas veces, tratándose de sujetos femeninos jóvenes, como una consecuencia de horror que acomete a un espíritu virginal cuando surge por vez primera ante sus ojos el mundo de la sexualidad.

Con esta idea dije a la muchacha: -Puesto que usted no lo sabe, voy a decirle de dónde creo yo que provienen sus ataques. Hace dos años, poco antes de comenzar a padecerlos, debió usted de ver u oír algo que la avergonzó mucho, algo que prefería usted no haber visto.

-¡Sí, por cierto! Sorprendí a mi tío con una muchacha: con mi prima Francisca.

-¿Qué es lo que pasó? ¿Quiere usted contármelo?

-A un médico se le puede decir todo. Mí tío, el marido de esta tía mía a quien acaba usted de ver, tenía entonces con ella una posada en X. Ahora están separados, y por culpa mía, pues por mí se descubrieron sus relaciones con Francisca.

-¿Cómo las descubrió usted?

-Voy a decírselo. Hace dos años llegaron un día a la posada dos excursionistas y pidieron de comer. La tía no estaba en casa, y ni mi tío ni Francisca, que era la que cocinaba, aparecían por ninguna parte. Después de recorrer en su busca toda la casa con mi primo Luisito, un niño aún, éste exclamó: «A lo mejor está la Francisca con papá», y ambos nos echamos a reír, sin pensar nada malo. Pero al llegar ante el cuarto del tío vimos que tenía echada la llave, cosa que ya me pareció singular. Entonces mi primo me dijo: «En el pasillo hay una ventana por la que se puede ver lo que pasa en el cuarto.» Fuimos al pasillo, pero el pequeño no quiso asomarse, diciendo que le daba miedo. Yo le dije entonces: «Eres un tonto. A mí no me da miedo», y miré por la ventana, sin figurarme aún nada malo. La habitación estaba muy oscura; pero, sin embargo, pude ver a Francisca tumbada en la cama y a mi tío sobre ella.

-¿Y luego?

-En seguida me aparté de la ventana y tuve que apoyarme en la pared, que me dio un ahogo como los que desde entonces vengo padeciendo, se me cerraron los osos y empezó a zumbarme y latirme la cabeza como si fuera a rompérseme.

-¿Le dijo usted algo a su tía aquel día mismo? -No; no le dije nada.

-¿Por qué se asustó usted tanto al ver a su tío con Francisca? ¿Comprendió usted lo que estaba pasando, o se formó alguna idea de ello?

-¡Oh, no! Por entonces no comprendí nada. No tenía más que dieciséis años, y ni me imaginaba siquiera tales cosas. No sé, realmente, de qué me asusté.

-Si usted pudiera ahora recordar todo lo que en aquellos momentos sucedió en usted, cómo le dio el primer ataque y qué pensó durante él, quedaría

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