Lumen Fidei - Capitulo 4
Enviado por pipiswolk • 22 de Septiembre de 2013 • 19.749 Palabras (79 Páginas) • 425 Visitas
CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FE
1. LA LUZ DE LA FE: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pa¬blo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: "Brille la luz del seno de las tinie¬blas", ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. « No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol »,1 decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, « cuyos rayos dan la vida ».2 A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? » (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contempo-ráneos nuestros. En la época moderna se ha pen¬sado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su ra¬zón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la au¬dacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a « emprender nuevos caminos... con la inseguridad de quien procede autónomamente ». Y añadía: «Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcan¬zar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quie¬res ser discípulo de la verdad, indaga ».3 Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hom¬bres libres hacia el futuro.
3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla
conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha
1 Dialogus cum Tryphone ludaeo, 121, 2: PG 6, 758.
2 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protrepticus, IX: PG 8, 195.
3 Brief an Elisabeth Nietzsche (11 junio 1865), en Werke in drei Bänden, München 1954, 953s.
renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la
senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama
se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz
de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una me¬moria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fia¬ble, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futu¬ro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lle¬va más allá de nuestro «yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Co-media, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una « chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo ».4 Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: « He pedido por ti, para que tu fe no se apague » (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI de¬cidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gra¬cia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas de los márti¬res leemos este diálogo entre el
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