Manual Del Teclado PSR740S
Enviado por robi2h • 17 de Enero de 2012 • 10.054 Palabras (41 Páginas) • 530 Visitas
Las batallas en el desierto
José Emilio Pacheco
A la memoria de José Estrada,
Alberto Isaac y Juan Manuel Torres,
Y a Eduardo Mejía
The past is a foreign country. They do things
differently there.
L. P. Hartley: The Go-Between
I
EL MUNDO ANTIGUO
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había
supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de
Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los
Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de
México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica
de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert
era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol.
Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra:
Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge,
Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone
Power, a matinés con una de episodios completa: La invasión de
Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La
burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en todas partes
un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo,
por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el
mundo que mi amor profundo no rompa por ti.
Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con
aparatos ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban
por decenas de miles reses enfermas; de las inundaciones: el centro
de la ciudad se convertía otra vez en laguna, la gente iba por las
calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el
Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi
hermano, si bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos
en la mierda.
La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos,
retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel
Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos.
Adulación pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil
veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser
obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros.
Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los
ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era
el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los
cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el
exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el
enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos.
Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento
angustioso. El espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte.
El símbolo sombrío de nuestro tiempo es el hongo atómico. Sin
embargo había esperanza. Nuestros libros de texto afirmaban: Visto
en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la
abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba -sin
especificar cómo íbamos a lograrlo- un porvenir de plenitud y
bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin
violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa
ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le
faltaría nada. Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de
árboles y fuentes, cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni
posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La utopía al fin
conquistada.
Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra
habla términos que primero habían sonado como pochismos en las
películas de Tin Tan y luego insensiblemente se mexicanizaban:
tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan móment pliis.
Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs,
malteadas, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La
cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los
pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se habituaban al
jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido
el tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a
mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos.
II
LOS DESASTRES DE LA GUERRA
En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán a
ver jamás. Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa de
establecerse Israel y había guerra contra la Liga Árabe. Los niños que
de verdad eran árabes y judíos sólo se hablaban para insultarse y
pelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía: Ustedes
nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No hereden
el odio. Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los
campos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones de
muertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes serán
hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin crímenes y sin
infamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nos
observaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con los
años, cuántos males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.
Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de
una estrella muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes y
judíos eran "turcos". Los "turcos" no me resultaban extraños como
Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento los dos idiomas;
o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o
Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados,
vivían en las vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La
calzada de La Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y el
parque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores.
Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el
gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los
ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el
Hombre del Costal se queda con todo. De día es un mendigo; de
noche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de sus
víctimas. El miedo de
...