Construccionismo Social
Enviado por camiquin • 25 de Septiembre de 2014 • 1.013 Palabras (5 Páginas) • 216 Visitas
Mi madre no me avisó de que iban a venir. Luego me dijo que no quería que se me notara
nerviosa. Me sorprendió, porque creía que me conocía bien. Los desconocidos siempre pensaban
que era una persona tranquila. No me echaba a llorar como una niña pequeña. Sólo mi madre
advertía la tensión en mi mandíbula, mis ojos aún más abiertos de lo que ya de por sí solía tenerlos.
Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa —una voz
de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la
mesa en la que estaba trabajando—. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa.
Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.
Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.
Oí la voz de mi madre —un puchero hirviendo, un cántaro— aproximándose desde la sala.
Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me
limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.
Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo
que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.
En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.
Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve
brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente,
como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido,
además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el
manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de
año o antes.
Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros.
Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio.
Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba
de un rincón a otro de la habitación.
—Así que ésta es la muchacha —dijo bruscamente.
—Sí, ésta es mi hija, Griet —respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a
modo de saludo.
—No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?
Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el
que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.
La mujer dio un grito.
—Catharina —dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela
en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.
Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la
mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.
El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con
una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de
una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le
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