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Cosa Que Sirvaaa


Enviado por   •  3 de Noviembre de 2014  •  4.948 Palabras (20 Páginas)  •  135 Visitas

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Novela Policial

El fatal paso entre los árboles

Era un día inusualmente caluroso de otoño. Las hojas, ya amarillentas, caían lentamente desde las ramas de los gigantescos árboles, mecidas por una ligera y agradable brisa. El bosque estaba cubierto por una mullida alfombra de hojarasca y ramas partidas, que en ese momento nosotros mancillábamos al pisotearlas sin ningún escrúpulo. Una ardilla trepó con rapidez por el tronco de una encina, sin duda en busca de alguna bellota que llevarse a la boca. Se detuvo un instante, nos miró desconcertada y se perdió en la frondosa espesura, lejos de miradas inoportunas.

Era un día radiante para mí, un día singular, fantástico. Mi vida había cambiado en el último mes. Pero lo más importante y sorprendente era, sin duda, que yo había cambiado, radicalmente y sin remisión, al igual que una larva se transforma en crisálida. Este era un suceso totalmente inverosímil, de los que podemos calificar de prácticamente imposibles. En realidad, nadie creía que fuera cierto, ni mis más íntimos amigos. Lo consideraban un respiro en mi habitual vida bohemia, y nada más. Yo mismo, he de admitirlo, no lo había asimilado del todo. Algunas noches había tenido pesadillas en las que volvía a las andadas, me emborrachaba hasta perder el sentido, llegaba tarde al trabajo, ojeroso y con resaca. Me despertaba sobresaltado en el momento en que el jefe me comunicaba que me fuera buscando otro trabajo, que ya habían aguantado más de lo razonable (un despido totalmente procedente y razonable, por supuesto). ¡Cuántas veces me había ocurrido en mis treinta y cinco años de vida!

Pero todo eso había pasado a la historia definitivamente. Se acabaron las juergas nocturnas, las drogas de diseño y el alcohol sin control, se acabaron los clubes de alterne, los trabajos de tres semanas de duración, las broncas del jefe y los despidos. Se acabó la vida disoluta y desordenada, el estar sin blanca y pedir dinero prestado a los amigos (algunos, claro está, ya habían dejado de serlo). Se terminaron los sermones de mi padre y las lágrimas de mi madre. Todo eso era agua pasada.

El silencio sepulcral me llenaba de paz y tranquilidad. Solo el crujido de nuestras pisadas y los leves movimientos de las ramas al compás del viento producían algunas ondas sonoras. Cogidos de la mano, María y yo paseábamos sin rumbo fijo entre árboles centenarios. Ella había sido uno de los artífices de mi transformación en una persona responsable, aunque otros factores también habían influido.

Nos habíamos visto por primera vez en agosto. Apoyado sobre el codo en la barra del pub de turno, degustando el quinto o sexto whisky de la noche, me fijé en ella: una chica alta (debe medir unos cinco centímetros más que yo, y no soy bajito), pelirroja, vestida con una minifalda blanca plisada, una camiseta de tirantes ajustada, que dejaba su ombligo al descubierto, y unos zapatos de tacón bajo. Bailaba frenéticamente al ritmo de una de las canciones de moda del verano, junto con tres o cuatro amigas. Mientras se contoneaba al son del pegadizo estribillo, iluminada alternativamente por haces de luz verde y roja, estimé que debía tener una edad entre veinte y veinticinco años (en lo que acerté plenamente). Comprobé que tenía en el bolsillo dinero suficiente para invitarla a algunas copas y decidí comenzar un ataque en toda regla. Algunas aves rapaces sobrevolaban peligrosamente el lugar, amenazando con arrebatarme la cándida (y ahí me equivocaba) presa.

Desinhibido totalmente bajo el efecto del alcohol, me acerqué a ella de manera algo descarada, susurrándole algo al oído (que ahora no recuerdo bien). La bofetada que recibí mi mejilla derecha me hizo tambalearme ligeramente. Desistí en mi empeño. Nunca he sido un pesado, esa es una de mis virtudes. Y así acabó nuestro primer encuentro, como el rosario de la aurora.

Los rayos de luz iban languideciendo lentamente a medida que el astro rey se ocultaba tras el horizonte. Apenas algunos débiles haces agonizantes se filtraban entre los árboles, proporcionando las últimas dosis de calor de aquella magnífica tarde. Comenzaba a refrescar, y se nos había puesto piel de gallina, por lo que nos pusimos las rebecas de lana. María se soltó de mi mano y se adelantó dos pasos, invitándome a que hiciéramos una carrera hasta la salida del bosque. Era una buena manera de entrar en calor, desde luego. Sin embargo, yo hacía demasiado poco tiempo que había comenzado mi nueva vida, y pronto sentí que los pulmones me quemaban. Resoplando, me detuve jadeante en un recodo del sendero. Decidí tomar un atajo saliéndome del camino. Era la única forma de prestar algo de resistencia.

Recorrí a paso ligero la distancia que me separaba del final del camino. Tuve que sortear algunas gruesas raíces y pisotear algunas setas. Trastabillé en un par de ocasiones, en las que estuve a punto de caerme de bruces, pero finalmente conseguí mi objetivo. Por el rabillo del ojo veía cómo María trotaba con facilidad por la senda. De vez en cuando miraba hacia atrás buscándome, aunque lógicamente no podía verme. Tenía delante de mí dos pinos, altos como torres, situados en paralelo en el linde del camino, que formaban una especie de línea de meta. Esperé unos segundos a que María torciera en la curva y entonces me planté de un salto delante de mi desprevenida novia.

O eso pensaba yo. Esperaba que fuera a parar a mis brazos empujada por la inercia, pero no había ni rastro de ella. Me había esquivado con gran habilidad, tenía que admitirlo. Me dirigí andando hacia la salida del bosque, donde suponía que ella me estaría esperando victoriosa.

El tiempo había cambiado súbitamente. Sentí como la piel se me erizaba de frío, aún con la rebeca puesta. El viento agitaba con vehemencia las copas de los árboles, cuyas ramas se mecían sin cesar, aferradas al grueso tronco, y se veían incapaces de retener las hojas. Miles de ellas volaban por el aire, formando remolinos y golpeándome en la cara. Negros nubarrones cubrían el cielo, dispuestos a descargar litros de agua sin piedad. Solo una tenue claridad me permitía orientarme por el sendero.

Mientras caminaba lentamente con la respiración entrecortada y aterido de frío, recordaba los maravillosos cambios del último mes. Septiembre fue un mes clave. Todo comenzó con unos ligeros dolores en la parte derecha del abdomen, cierto malestar y fatiga continua. Muy mal debía encontrarme para que me decidiera a visitar al médico.

–No tienes nada grave de momento –me dijo–, pero debes plantearte el cambiar tu ritmo de vida ahora que todavía estás a tiempo: reducir drásticamente el consumo de alcohol y tabaco, eliminar las drogas, dormir ocho horas diarias, llevar una rutina saludable, en definitiva. Tu cara tiene un aspecto

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