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EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA


Enviado por   •  16 de Octubre de 2013  •  Tesis  •  5.061 Palabras (21 Páginas)  •  452 Visitas

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EL AMOR EN LOS

TIEMPOS DEL CÓLERA

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Para Mercedes, por supuesto.

En adelanto van estos lugares:

ya tienen su diosa coronada.

Leandro Díaz

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino

de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la

casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso

que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano

Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de

ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un

sahumerio de cianuro de oro.

Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había

dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el

veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran

danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y

abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse

apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para

reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier

resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones

negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y

pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto

de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.

Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio,

muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el

aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera

identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El

doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel

no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por

suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina

Providencia.

Un comisario de policía se había adelantado con un estudiante de medicina muy

joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes

habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino.

Ambos lo saludaron con una solemnidad que esa vez tenía más de condolencia que de

veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El

maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacía desde siempre con cada

uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de clínica general, y luego agarró el

borde de la manta con las yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y

descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo

por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta

años más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos

amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de

enfardelar. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de galeote por el trabajo de las

muletas, pero sus piernas inermes parecían de huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo

contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años

de su contienda estéril contra la muerte.

-Pendejo -le dijo-. Ya lo peor había pasado.

Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año

anterior había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días, y en el discurso

de agradecimiento se resistió una vez más a la tentación de retirarse. Había dicho: “Ya

me sobrará tiempo para descansar cuando me muera pero esta eventualidad no está

todavía en mis proyectos”. Aunque oía cada vez menos con el oído derecho y se apoyaba

en un bastón con empuñadura de plata para disimular la incertidumbre de sus pasos,

seguía llevando con la compostura de sus años mozos el vestido entero de lino con el

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El amor en los tiempos del cólera

chaleco atravesado por la leontina de oro. La barba de Pasteur, color de nácar, y el

cabello del mismo color, muy bien aplanchado y con la raya neta en el centro, eran

expresiones fieles de su carácter. La erosión de la memoria cada vez más inquietante la

compensaba hasta donde le era posible con notas escritas de prisa en papelitos sueltos,

que terminaban por confundirse en todos sus bolsillos, al igual que los instrumentos, los

frascos de medicinas, y otras tantas cosas revueltas en el maletín atiborrado. No sólo era

el médico más antiguo y esclarecido de la ciudad, sino el hombre más atildado. Sin

embargo, su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenuo de manejar el

poder de su nombre le habían valido menos afectos de los que merecía.

Las instrucciones al comisario y al practicante fueron precisas y rápidas. No había

que hacer autopsia. El olor de la casa bastaba para determinar que la causa de la muerte

habían sido las emanaciones del cianuro activado en la cubeta por algún ácido de

fotografía, y Jeremiah de Saint-Amour sabía mucho de eso para no hacerlo por accidente.

Ante una reticencia del comisario, lo paró con una estocada típica de su modo de ser:

“No se olvide que soy yo el que firma el certificado de defunción”. El médico joven quedó

desencantado: nunca había tenido la suerte de estudiar los efectos del cianuro de oro en

un cadáver. El doctor Juvenal Urbino se había sorprendido de no haberlo visto en la

Escuela de Medicina, pero lo entendió de inmediato por su rubor fácil y su dicción andina:

tal vez era un recién llegado a la ciudad. Dijo: “No va a faltarle aquí algún loco de amor

que le

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