GILLES DELEUZE: POSCAPITALISMO Y DESEO
Enviado por SerHm • 22 de Junio de 2014 • 3.301 Palabras (14 Páginas) • 343 Visitas
Edipo es una idea del paranoico adulto, antes de ser un sentimiento infantil neurótico. Layo se “persigue” frente a su bebé. Teme ser desplazado por él. Se desprende entonces del niño, lo abandona. Luego, cuando las fantasías paternas se concretan, el culpable es el hijo. No se repara en que esas fantasías fueron generadas por la rivalidad del padre, primero, y por la complacencia posesiva de la madre, luego. Esta es una de las conclusiones a la que llegan Deleuze y Guattari a partir de sus reflexiones sobre el deseo y el capitalismo tardío[ii].
En la relación entre padres e hijos, parecería que la determinación del sentido de esa relación proviniera de los padres. Sin embargo, para el psicoanálisis, lo determinante es el hijo. Aunque esto lleva en sí la paradoja de que siempre se es hijo con respecto a un padre y a una madre; los cuales, si están enfermos, es de su propia infancia. Es decir, de su condición de hijos. El hijo quiere eliminar al padre y ocupar su puesto en la cama matrimonial. A partir de ese axioma inicial, el psicoanálisis ha quedado prisionero de un familiarismo impenitente, en la que el deseo se genera en una instancia parental denominada por Freud complejo de Edipo.
Sería, entonces, el padre paranoico quien edipizaría al hijo proyectándole su culpabilidad y no (como pretende el psicoanálisis) el hijo neurótico quien desencadenaría los conflictos. Cuando el hijo llega al mundo, se encuentra con un campo social que define sus estados y sus deseos como sujeto. Ese campo está constituido, entre otras cosas, por las prácticas, lo discursos, la economía, en fin, por las formas de vida y las fantasías de los adultos. Además si esto es así, el padre mismo forma parte de una sociedad que lo condiciona. No habría, pues, como pretende el psicoanálisis, una primacía de las relaciones parentales en la conformación de los sujetos. Estas relaciones se inscriben en una sociedad que las determinan.
Lo social incide sobre lo familiar y lo individual, y no a la inversa. Por el contrario, el psicoanálisis establece que el principio de la comunicación entre inconscientes se instituye en la primigenia relación con la figura materna y paterna, olvidando que esos padres, a su vez, surgieron de ciertas prácticas sociales desde las que se definen a sí mismos. En conclusión, para los autores de El Anti-Edipo, la familia nunca es determinante, sino determinada.
1. La producción social del deseo
El deseo es entonces una producción social. La producción deseante se organiza mediante un juego de represiones y permisiones. Tal juego carga energía libidinal en la sociedad. La carga de deseo es “molar” en las grandes formaciones sociales y “molecular” en lo microfísico inconsciente. Lo molar es deseo consciente, representación de objetos de deseo, y se origina a partir de los flujos inconscientes del deseo o cuerpo sin órganos.
El cuerpo sin órganos es el inconsciente en su plenitud, esto es, el inconsciente de los individuos, de las sociedades y de la historia. Se trata del deseo en estado puro, que aún no ha sido codificado, que carece de representación o de “objeto de deseo”. Es el límite de todo organismo; porque cuando ya se es organismo, la pulsión inconsciente está codificada, aunque el cuerpo sin órganos siga delimitando el plano de organización de los individuos. El cuerpo sin órganos no es erógeno, porque “erógeno” o “sexual” ya son codificaciones. Como antecedente conceptual el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari tiene como antecedente histórico la voluntad de poder nietzscheana y –cambiando lo que hay que cambiar- la sustancia de Spinoza. El cuerpo sin órganos es un inconsciente no personalizado que palpita en cualquier forma viva.
La matriz de toda carga de energía libidinal social es el delirio. Delirio, aquí, no se entiende como categoría psicológica individual, sino como categoría histórico social. El delirio se desplaza entre dos polos, uno tiende a homogeneizar el deseo de las grandes poblaciones desde los centros de poder y el otro trata de huir de esa masificación deseante codificada, siguiendo alguna posible línea de fuga del deseo (molecular). El delirio es el movimiento de los flujos del deseo. Puede ser paranoico, esquizofrénico o perverso. Pero tampoco estas categorías refieren a entidades psicológicas individuales, ni tienen connotación de “enfermedad” (por lo menos, no de enfermedad subjetiva), se trata de distintas modalidades del deseo que se manifiestan en lo social.
Que el deseo es codificado por el poder, significa que quienes ejercen un poder buscan “interpretar” el deseo de aquellos sobre los que ejercen hegemonía. Es decir, darle una representación para que se haga consciente. De manera tal que al codificar el deseo se torne manejable. Se torne también previsible y “despotencido” para los cambios. Es de gran utilidad para quienes ejercen densamente poder, que las personas se apeguen a ciertas representaciones del deseo. Es en función de esas representaciones, que es efectivo el márketin.
El deseo, en sí mismo, esto es sin representación, no tiene objeto, es ciego. Simplemente desea. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, dice un tema de Luca Prodan. Pero cuando el deseo es manipulado para ejercer dominio sobre las personas, se lo rotula, se etiqueta, se le pone nombre . Los sujetos, entonces, “saben lo que quieren”, aunque siguen sin saber que ese deseo les fue impuesto. Por ejemplo, en el capitalismo, se codifica el deseo como mercadería para ser consumida. De este modo, se aporta al sistema capitalista y se facilita la tarea de gobernar. Lo primero, porque se fortalece el dispositivo económico neoliberal, y lo segundo, porque se borran las diferencias, ya que se supone que son fuente de conflictos.
Los romanos antiguos y los españoles de la primera modernidad conocieron las ventajas de anular las diferencias. Los primeros construyeron un imperio obligando a sus súbditos a que hablasen una sola lengua, el latín. Los segundos establecieron su poderío exigiendo que sus colonizados, no sólo hablaran una sola lengua, el castellano, sino también que profesaran una sola religión, la católica.
La energía libidinal o deseante tiene entonces dos caras: una molar, macrofísica, totalizante, aglutinada según los intereses del poder hegemónico; la otra molecular, microfísica, singularizante, esparcida por los tortuosos vericuetos del cuerpo social. Las singularidades deseantes (por ejemplo, una persona) ni siquiera son individuos. Hay multiplicidad de ellas en cada individuo. Cada uno de nosotros concentra una multiplicidad de “modos de ser” en relación al deseo. Nos atrae el bello de una persona, el cuello de otra, las nalgas de un bebé, la morbosidad de un objeto, el olor dulce o rancio de
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