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Gertrudis


Enviado por   •  10 de Febrero de 2014  •  2.041 Palabras (9 Páginas)  •  269 Visitas

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una bebida.

Lo que ya complicaría las cosas: para una bebida seguramente se debería ir vestida de una manera más

audaz, más misteriosa, más personal, más... Ella no era muy personal. Lo que la disgustaba un poco, no

mucho.

Y, además, el teléfono no sonó.

Luego. Estaba lo que veía cuando se veía al espejo. Rara vez se veía en el espejo, como si ya se

conociera mucho. Y ella comía mucho. Estaba gorda y su gordura era extremadamente pálida y flácida.

Después decidió acomodar el cajón de las braguitas y los sostenes: ella era exactamente del tipo

que ordenaba los cajones de las braguitas y los sostenes, se sentía bien con la delicada tarea. Y si fuera

casada, el marido tendría en perfecto orden la hilera de corbatas, según la graduación de color, o según...

Según cualquier cosa. Pues siempre hay algo por lo cual uno se guía y se arregla. En cuanto a ella misma,

se guiaba por el hecho de no estar casada, de tener la misma empleada desde que había nacido, de ser

una mujer de treinta años de edad, usar poco lápiz de labios, ropa pálida... ¿y qué más? Evitó deprisa «el

qué más», pues con esa pregunta caería en un sentimiento muy egoísta e ingrato: se sentiría sola, lo que

era pecado porque quien tiene a Dios nunca está solo. Tenía a Dios, ¿pues no era la única cosa que tenía?

Excepto Augusta.

Entonces se metió en el baño, lo cual le dio tanto placer que no pudo impedir pensar cómo serían

otros placeres corpóreos. Ser virgen, a los treinta años, no tenía sentido, a menos que fuera para ser

violada por un marginado. Al acabar el baño y los pensamientos, talco, talco, mucho talco. Y cuántos y

cuántos desodorantes: dudaba que alguien en Río de Janeiro oliera más que ella. Tal vez fuera la menos

inodora de todas las criaturas. Y del baño salió tarareando a su manera un ligero minueto.

Luego.

Luego vio con gran satisfacción, en el reloj de la cocina, que ya eran las once de la mañana... Cómo

había pasado el tiempo aprisa desde las cuatro de la madrugada. Qué dádiva era el tiempo que pasaba.

Mientras calentaba la gallina blanquecina con mucha piel de la cena, encendió la radio y sintonizó a un

hombre en medio de un pensamiento: «Flauta y guitarra»..., dijo el hombre, y de repente ella no aguantó y

apagó la radio. Como si «flauta y guitarra» fueran en realidad su secreto, ambicionado e inalcanzable

modo de ser. Tuvo valor y dijo bajito: flauta y guitarra.

Apagada la radio y sobre todo el pensamiento, las habitaciones cayeron en un silencio: como si

alguien en alguna parte acabara de morir y... Pero afortunadamente estaba el ruido de la sartén calentando

los pedazos de la gallina que, quién sabe, tomarían algún color y sabor. Se puso a comer. Pero luego

percibió su error: habiendo sacado la gallina del refrigerador y al calentarla tan sólo un poco, había

partes en que la grasa estaba gelatinosa y fría, y otras que estaban quemadas y demasiado tostadas.

Sí.

¿Y el postre? Recalentó un poco del café del desayuno y lo endulzó con la amarga sacarina para

jamás engordar. Su orgullo sería verse casi como una hebrita.

Luego.

Recordó para compensar que había millones de personas con hambre, en su tierra y en otras tierras.

Iría a sentir un malestar todas las veces que comiera.

Luego.

¡Luego! ¿Cómo había olvidado la televisión? Ah, sin Augusta ella se olvidaba de todo. La encendió

toda esperanzada. Pero a esa hora sólo daban películas antiguas del oeste con muchísimos anuncios de

cebollas, kótex, grosellas que deberían ser buenas pero que engordaban. Permaneció mirando. Decidió

encender un cigarro. Eso mejoraría todo, pues haría de ella un cuadro para una exposición: Mujer

fumando frente a la televisión. Sólo después de mucho rato percibió que ni siquiera miraba la televisión

y lo único que hacía era estar gastando electricidad. Apagó el botón con alivio.

Luego.

¿Luego?

Después decidió leer revistas viejas, hace mucho tiempo que no lo hacía. Estaban amontonadas en la

habitación de la mamá, desde su muerte. Pero eran demasiado anticuadas, algunas de la época de soltera

de mamá, la moda era otra, todos los hombres tenían bigote, anuncios de faja para afinar la cintura. Y

sobre todo, todos los hombres usaban bigote. Las cerró, de nuevo sin valor para tirarlas, pues habían

pertenecido a su madre.

Luego.

Sí, ¿y después?

Después fue a hervir agua para tomar un té, mientras ella no olvidaba que el teléfono no sonaba. Si

al menos tuviera compañeros de trabajo, pero no tenía trabajo: la pensión del papá y de la mamá suplía

sus pocas necesidades. Además de que no tenía letra bonita y pensaba que sin tener letra bonita no

aceptaban solicitantes.

Tomó el té hirviendo, masticando pequeñas rebanadas secas de pan tostado que le arañaban las

encías. Mejorarían con un poco de mantequilla. Pero, claro, la mantequilla engordaba, además de

aumentar el colesterol, cualquiera que fuera el significado de esta palabra moderna.

Cuando estaba partiendo con los dientes la tercera rebanada —ella acostumbraba a contar las cosas,

por una especie de manía de orden, al fin inocua y hasta divertida—, cuando se iba a comer la tercera

rebanada...

¡SUCEDIÓ! Lo juro, se dijo ella, juro que oí sonar el teléfono. Escupió en el mantel el pedazo de la

tercera rebanada y, para no dar a entender que era una precipitada o una necesitada, lo dejó sonar cuatro

veces, y cada vez era un dolor agudo en el corazón, pues podrían colgar pensando que no había nadie en

casa. Ante ese pensamiento terrorífico se precipitó de repente en esa misma cuarta llamada y logró decir

con una voz muy negligente:

—Diga...

—Si me hace el favor —dijo la voz femenina que debía de tener más de ochenta años a juzgar por la

ronquera arrastrada—, ¿por favor, puede llamar al aparato —nadie decía ya «aparato»— a Flavia? Mi

nombre es Constanza.

—Madame Constanza, siento informarle que en esta casa no vive nadie con el nombre de Flavia, sé

que Flavia es un nombre muy romántico, pero aquí no hay ninguna, ¿qué es lo que puedo hacer? —dijo

con cierta desesperación a causa de la voz de comando de madame Constanza.

—Pero ¿ésa no es la calle General Isidro?

Eso empeoró la cuestión.

...

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