Memorias Del Subsuelo
Enviado por cronopio99999 • 6 de Noviembre de 2014 • 37.907 Palabras (152 Páginas) • 232 Visitas
FEDOR DOSTOYEVSKI
MEMORIAS DEL SUBSUELO
I
Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé
absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele.
Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos.
Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un
hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por
pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo
explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no
permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si
no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más
todavía.
Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido
funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi
compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la suprimiré. La he
escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.)
Cuando alguien se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y
sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla
general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos
hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e
iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y
finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud.
Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil
y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con
más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino
que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una
muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca.
Verdad es que después me morderé los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me
quitará el sueño. Sí, así soy yo.He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente,
de distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me
daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos que se oponían a ello
violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi
interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me
atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un
crimen que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les advierto que me es
indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un
canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde
trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue
nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de
estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el
hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis
cuarenta años de existencia.
Sí, tengo cuarenta años... Cuarenta años son toda una vida; son... una verdadera vejez. Vivir más de
cuarenta años es una inconveniencia, algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir cuarenta años?
¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a ustedes: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos
son los que viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos respetables
viejos de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el universo entero. Tengo derecho a hablar así
porque yo viviré hasta los sesenta, hasta los setenta, hasta los ochenta años!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar
el aliento!
Ustedes se imaginan seguramente que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como
en todo lo demás. No soy en modo alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra parte, si, irritados
por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados; lo veo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, les
responderé: soy un asesor de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para
eso), y el año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos, dimití al punto y me enterré en mi
rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba aquí, pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación
que ocupo está en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja campesina,
malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo me perjudica,
que la vida aquí es muy cara, e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos
esos sabios donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo. No me iré de Petersburgo porque...
Bueno, ¿qué importa que me marche o no?
Sin embargo ¿de qué puede hablar un hombre honrado con más placer?
Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy a hablarles de mí mismo!
II
Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un
insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero
no se me ha juzgado
...