El Oficio De Educar
Enviado por nenina • 2 de Julio de 2013 • 5.773 Palabras (24 Páginas) • 480 Visitas
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El oficio de educar
Por Mario Casalla
Para Ricardo Gómez y Eugenio Pucciarelli que,
sin proponérselo, me enseñaron este oficio.
Suele sucederme que ciertos temas próximos –en el conoci-miento o en el afecto- no son precisamente aquellos sobre los cuá-les he escrito demasiado. La cercanía no ha obrado en mí como acicate literario. Al contrario, los siento a veces demasiado íntimos, demasiado personales, como para exponerlos en público. La Edu-cación es uno de ellos. Hace cuarenta años que soy docente y he escrito muy poco sobre educación, noble arte de enseñar que tiene como reverso insoslayable el de aprender .
Persisto en él desde el año 1964 cuando –como maestro de escuela primaria- inicié un diálogo a dos voces con la educación y la filosofía. Sin embargo la educación como oficio (cuasi artesanal, por cierto), pudo más en mí que como objeto de estudio o elucubración filosófica. Por eso no voy a romper esa tradición ahora y si debo re-ferirme a la Educación, lo haré como experiencia humana antes que como teoría o sistema de ideas. Me siento más cómodo así.
Invertir el orden me pondría en esa situación embarazosa en que se encontraba Federico García Lorca (salvando las distancias claro!), cuando le preguntaban por la poesía. En su Poética (“De vi-va voz a Gerardo Diego”), se autocuestionaba: “Pero ¿qué voy a decir yo de la Poesía? ¿Qué voy a decir de esas nubes, de ese cie-lo?”. Para responderse de inmediato: “Mirar, mirar, mirarlas, y nada más”. Aclarando por si hiciera falta, “Comprenderás que un poeta
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no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y pro-fesores”.
Porque se trata precisamente de un oficio: “Aquí está; mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo com-prendo todas las poéticas, podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos…Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”.
Y no por inconsciencia, imprudencia o pereza intelectual: “Al contrario (decía Federico), si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme en cuenta en absoluto de lo que es un poema”.
Por eso quiero hablar ahora de mi experiencia con la educa-ción; de un encuentro que a su manera, me cambió la vida.
I. El “lugar” (topos) de la Educación.
Permítaseme partir de una pequeña topología de la educa-ción, del lugar donde ella sucede. No es esto una cuestión menor, es su primera encarnadura y lo sabe todo buen docente1. Ese locus comprende tanto la estructura física (un aula, un taller, una casa, en la calle bajo un árbol, etc) como aquello que en ese “recinto” tendrá lugar (la clase, la conferencia, la conversación, la lectura). Ambos constituyen el hecho educativo, su factum y de él conviene partir.
Me parece que la metáfora del teatro es la que mejor expresa en qué consiste –propiamente- una clase, un encuentro educativo. No es sin embargo la relación más usada, antes bien se la compara
1 Y si no, mi buen amigo y compañero de oficio, el arquitecto Roberto Doberti, estaría allí para recordarnos la importancia decisiva del “habitar”.
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con el laboratorio, el taller, la empresa. Pero para mí una clase su-cede como en un teatro. En ella es necesario –imprescindible- ac-tuar, poner el cuerpo (y el alma), porque una clase es un “espectá-culo” o no es nada!
Por eso lo que más conspira contra la educación es el aburri-miento, ese anodino suceder donde “nada” en el fondo pasa. No quiero decir con esto que la función del maestro sea entretener o divertirnos (en el sentido minúsculo y tan actual de ambos térmi-nos). No, para eso están la televisión y las denominadas “industrias del espectáculo”. No es en este sentido ramplón que aquí deploro el aburrimiento.
Lo que más bien intento es acercar la educación a la fiesta, a la jovialidad, a la alegría. Una clase bien encarada es realmente un divertimiento. Lo sabía muy bien Heidegger cuando comparaba el pensar con una fiesta y nos convocaba a la “fiesta del pensamien-to”. Lo sabía también Nietzsche cuando contraponía la “ciencia jo-vial” con aquél insoportable espíritu de la pesadez; o cuando, des-pués de proclamar la muerte de Dios, pedía por un “un Dios que supiera bailar”, precisamente para poder volver a creer y experi-mentar ese “regocijo” que trasuntaban –como educadores- Mon-taigne y Schopenhauer, por él admirados. Insisto, la más alta edu-cación, es una fiesta en el sentido más pleno de esta palabra, de allí que cuando sucede -y no siempre ocurre- resulta un imperdible di-vertimiento. Cualquiera sea el papel que sea tenga en la obra.
Y como en todo teatro, la representación (educativa) se ejerce con la voz y se soporta con el cuerpo. Ambos son irremplazables y no hay escenografía que valga, si ellos no protagonizan lo esencial
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del espectáculo2. Este sucede esencialmente como un fenómeno de la voz; como modulación que –habitando un cuerpo- “dice” algo. Y bien sabemos que decir no es sin más sinónimo de hablar: se puede hablar mucho sin decir nada y se puede decir algo, a veces casi sin palabras. El hablar (educativo) es así una forma muy pecu-liar del decir: es aquélla forma (primera) del decir que al hablar muestra. El hablar educativo es el ejercicio de una voz que “mues-tra” y que –por eso mismo- enseña3.
Y el argumento es aquello que se quiere enseñar (mostrar), formando parte -eso sí- de un libro nunca agotable del todo en cuya primera página se lee la palabra “mundo”. Todos los otros libros, no son sino variaciones de ese texto mayor que el maestro debe articu-lar como nudo central de la narración4.
Y esto de la narratividad es fundamental. La experiencia edu-cativa es esencialmente narrativa, los docentes estamos siempre contando historias, desde la escuela primaria hasta la universidad. No hay enunciación ni pronunciamiento del mundo sin narratividad y es ésta la que posibilita engarzar todo saber efectivo en el libro ma-yor de la vida. Unica forma –por lo demás- de aprender o enseñar algo en serio, transformándolo así en experiencia vital.
Conseguido esto (que no siempre se logra, de allí lo imprevi-sible del arte de enseñar) es fundamental lo que yo denominaría el eclipse del maestro: ese retiro (callado y voluntario) de la escena principal, para que sea ahora la “cosa misma” (como diría Hegel),
2 ¿Es necesario que recuerde la procedencia latina de este vocablo (spectaculum) y su filiación directa con el verbo spectare,
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